miércoles, 9 de mayo de 2012

Juego de tronos


Llevo ya meses rumiando un análisis sobre las razones del éxito de la saga de literatura fantástica Canción de Hielo y Fuego, y por extensión de la serie televisiva Juego de Tronos. Recapitulemos: hace cosa de un decenio comenzaron a llegarme recomendaciones de los lectores más dispares sobre esta saga. Me resistí durante varios años, en parte porque llevaba demasiado tiempo sin interesarme por el género. Finalmente cedí, y durante los tres primeros libros me vi enfrascado en las intrigas de Poniente, leyendo con una avidez que posiblemente no me dominaba desde la adolescencia cuando caían en mis manos sagas como El Señor de los Anillos, La Espada de Joram o Las Crónicas Vampíricas. El autor, George R. R. Martin, se merecía ese calificativo tan gastado de “renovador del género”, puesto que dotaba a su universo literario de un realismo y una crudeza muy en consonancia con los tiempos actuales, tan oscuros; y daba la vuelta a la tradicional épica de la fantasía medieval: en sus novelas no hay héroes que pretendan salvar el mundo (y si los hay, fracasan) sino, en el mejor de los casos, supervivientes que bastante tienen con mantener su dignidad en una sociedad abiertamente hostil y traicionera.

Con el cuarto y quinto tomos tomaron cuerpo las serias dudas sobre el equilibrio de la saga que me habían asaltado previamente pero quedaban en segundo plano gracias a la despiadada fuerza narrativa de Martin: ahora ya resultaba evidente que se le escapaba de las manos su propia historia, dispersándose en más tramas y subtramas imposibles de dominar. A diferencia de Tolkien, que en su Señor de los Anillos decide narrar una historia concreta dentro de una Tierra Media que está firmemente creada de antemano, Martin construye su mundo de ficción a medida que desarrolla la saga, y se empeña en abarcar tantos lugares y pueblos distintos que la narración se resiente hasta el punto de que, mucho me temo, irá a peor en los dos siguientes y últimos tomos que restan por publicarse.

Llegada la serie de televisión Juego de Tronos, ahora en su segunda temporada, he recuperado la ilusión perdida: la adaptación es magnífica y, en la medida en que la serie está obligada a condensar las novelas eliminando detalles y personajes y añadiendo otros, mejora el original. Esta afirmación puede resultar un sacrilegio para algunos, pero es precisamente gracias a la riqueza de la saga literaria que los guionistas de la serie (no olvidemos que está producida por HBO) pueden permitirse mejorar el original, dotando por ejemplo a cada episodio de una sólida estructura temática que en los libros no está tan clara.

Pero ya basta de tanto preámbulo: la intención era preguntarse acerca de los motivos de su éxito. Aparte de las características comunes a otros fenómenos superventas que no nombraré aquí, algo tiene Canción de Hielo y Fuego para entusiasmar por igual a tirios y troyanos. Acaso se trate de lo que apuntábamos más arriba: en un mundo como el de Poniente, donde se suceden toda clase de traiciones, inquinas y corruptelas en pos de la conquista del poder, el lector reconoce su propio tiempo (el nuestro), en el cual acostumbran a ganar los malos, y se identifica con los personajes que mantienen su dignidad en un entorno tan brutal. Tienen además en común estos pocos personajes que son unos inadaptados, que no encajan en las jerarquías ni acatan los valores dominantes de Poniente (el poder, la falta de compasión), y se distinguen por sus debilidades, ya sean físicas o psicológicas o sociales: Tyrion, Jon, Sam, Theon, Bran, Davos, Daenerys, Arya, Brienne... todos ellos luchan con tesón por sobrevivir y no perder (toda) su identidad en el camino. Acaso nos recuerdan a nosotros mismos, tratando de encontrar espacio para respirar en un mundo inhóspito y moribundo.

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