«Por mucho que se la
intente silenciar,
la historia humana se niega a callarse la boca».
Eduardo
Galeano
En su ensayo La desaparición de los rituales, el filósofo Byung-Chul Han expone como uno de los males de nuestro tiempo el abandono de los ritos, entendidos en sentido amplio como la forma que tenemos los individuos y las sociedades de cerrar un ciclo o una experiencia antes de seguir adelante. Dicho de otra manera, el filósofo nos recuerda que para pasar página antes hay que leerla. El ritual más evidente es el duelo: para superar la desaparición de un ser querido es imprescindible llorar la pérdida, asumirla y, cuando se trata de un fallecimiento, dar digna sepultura a su cuerpo.
Del tránsito de la vida a la muerte y de sus rituales se han ocupado tradicionalmente las religiones, además de toda clase de costumbres civiles, laicas o paganas. Cuando la pérdida es producto de la violencia y, para colmo, se impide la realización del duelo, nos encontramos ante una vulneración de los Derechos Humanos fundamentales, según recoge la ONU a través del Comité contra la Desaparición Forzosa, que ha apercibido a España en varias ocasiones por su reiterado incumplimiento en esta materia.
Y es que resulta escandaloso constatar que, detrás de
Camboya, el segundo país del mundo con mayor número de desaparecidos es España,
a causa de las víctimas provocadas por el golpe militar de 1936 y la dictadura
que lo siguió. La católica España niega el ritual del duelo a más de cien mil
familias de desaparecidos: tras cuarenta años de democracia, partidos
políticos, jueces y administraciones públicas, poderosos medios de comunicación
y dirigentes eclesiásticos se oponen con vehemencia a que una parte importante
de españoles pueda dar una sepultura digna a sus familiares, lo cual supone
también negarles la condición de víctimas. El comportamiento de estos sectores
de la sociedad española es de una bajeza moral abrumadora, solo comparable en
España a la de los más fanáticos seguidores de ETA, pero persisten en su
actitud mezquina y hasta hacen gala de ella: en una entrevista emitida en
televisión en 2015, el entonces presidente M. Rajoy se jactó de dedicar cero euros a la memoria histórica, cero euros a tareas
sancionadas por la ONU como fundamentales en materia de Derechos Humanos como, entre otras, la
exhumación de fosas comunes de los desaparecidos de la dictadura para que sus
parientes puedan identificarlos, llorarlos, enterrarlos dignamente y realizar en
definitiva el doloroso pero imprescindible ritual de duelo que les permita
superar o al menos asimilar su muerte injusta y violenta.
Y con esa declaración infame del católico practicante M. Rajoy se abre Madres paralelas, la última película del más destacado y premiado director de cine español, Pedro Almodóvar, a la que llegamos por fin tras un largo preámbulo. Hay por supuesto en Madres paralelas los ingredientes habituales en la filmografía del cineasta manchego: mujeres fuertes que se sobreponen a grandes adversidades, dramáticos enredos sentimentales, giros de guión un tanto excesivos, pasión por contar una buena historia. Pero todo ello no es más que el pretexto creativo que Almodóvar necesita para exponer su tesis en esta película: hablar de lo que para muchos españoles, demasiados, es innombrable, de la insoportable urgencia que tenemos como sociedad, si queremos alcanzar una cierta madurez democrática, de honrar a las víctimas de la dictadura y a sus familiares, que no sólo merecen reconocimiento en su condición de víctimas del terror sistemático de Franco, sino por haberlo sufrido, precisamente, como consecuencia de su defensa de la democracia y de la legalidad republicana. De esa urgencia dan ejemplo las palabras que oí decir a un espectador según salía de la sala de cine, en respuesta a un comentario de su acompañante: “de eso mejor no hablar”.
Hablemos pues, hablemos con ella, nos propone Almodóvar. Hablemos con la protagonista, interpretada por Penélope Cruz, que además de intentar encontrarse a sí misma busca la fosa común donde yace su bisabuelo, tras ser fusilado. Hablemos también con la joven que le da réplica, que a la vista de la preocupación de la protagonista por algo tan elemental como hallar los restos de un familiar asesinado le espeta ese manido “es mejor no reabrir heridas”. Almodóvar refleja a la perfección en esta escena cómo una frase, a pesar de su evidente falsedad (es imposible reabrir algo que a todas luces no está cerrado todavía), se impone como una venda a base de repetición sobre el caldo de cultivo de la ignorancia. Hay dolor en Madres paralelas, el dolor de dos mujeres que son además madres solteras, y una de ellas víctima de una violación a la que no sabe poner nombre, pero sobre todo hay redención. La escena final es una clásica catarsis en la que el dolor colectivo de un pueblo se expresa por fin en su justa medida: la exhumación es el ritual de cierre que nos hace falta, el epítome del mandato de Verdad, Justicia y Reparación que consagran las Naciones Unidas como culminación de todo proceso de paz. Lo contrario es barbarie.
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