Ahora que se apagan los focos y disminuye el ruido histérico que hay sobre ella, llega el momento de analizar el final de ese gran éxito televisivo que es Juego de Tronos. La serie de la que todos hablaban hace menos de un mes, pero que en tan poco tiempo parece haber quedado aparcada definitivamente, a la espera del siguiente producto que se pondrá de moda para no tardar en desaparecer a su vez. Sin embargo, la serie Juego de Tronos nos ha acompañado durante toda esta década, y los libros de los que parte llevan en las estanterías desde los lejanos años 90. Mucha y buena compañía, como para despacharla en un par de semanas.
Hace 7 años, cuando Juego de Tronos iba por su segunda
temporada, ya avisamos de que basaba su éxito, entre otros ingredientes, en presentarnos
un mundo de fantasía muy distinto al nuestro pero que funciona con reglas que
conocemos sobradamente: es un mundo cruel donde los buenos rara vez triunfan,
los errores se pagan con creces, y los aspirantes a héroe bastante tienen con
sobrevivir.
Con el final de
la serie hemos descubierto otra cosa, también real como la vida misma: al
contrario de lo que afirma Cersei en su célebre frase “cuando se juega al juego
de tronos solo se puede ganar o morir, no hay puntos intermedios”, lo cierto es
que la mayoría de los personajes supervivientes de las 8 temporadas de la serie
han obtenido victorias parciales, amargas, y han perdido a buena parte de sus
seres queridos por el camino.
Juego de Tronos termina, si nos dejamos
llevar por sus resonancias políticas, con una clara apuesta por el reformismo.
Había una marcada pulsión revolucionaria encarnada en Daenerys y en su
pretensión por “romper la rueda” de un sistema a todas luces injusto y
despiadado. Pero Daenerys fracasa de la peor manera posible, y en su caso la
apuesta sí que era a todo o nada, a ganar o morir. El personaje encargado de
darle muerte no es otro que su enamorado Jon Nieve, el reformista por
excelencia, capaz de sacrificarlo casi todo (todo excepto el sistema) en pos del bien común. Al igual que en nuestro mundo la
socialdemocracia lleva medio siglo sacrificándose en el altar del capitalismo, tratando
de reformarlo con la buena intención de hacerlo mínimamente soportable, a Jon
Nieve se le paga por sus servicios con la moneda de la irrelevancia, que es la
del exilio: en la última secuencia de la serie, el legítimo heredero del trono,
el aspirante al poder más justo y capaz precisamente porque no desea el poder,
cabalga con el pueblo libre hacia un destierro que es a la vez la promesa de
una tierra donde se seguirán otras reglas, más bien anarquistas, donde nadie estará obligado a arrodillarse ante el poder.
Y antes de esta
secuencia final, Juego de Tronos nos
presenta una divertida escena en la que el Consejo Privado del nuevo Rey
comienza a poner en marcha sus reformas, que parecen bienintencionadas pero se
adivinan llenas de obstáculos: es el paradigma de todo nuevo gobierno que
accede al poder con ilusión tras una larga etapa de despotismo, pero que no
tardará en darse de bruces con la realidad en forma de límites externos a su
acción política, intereses cruzados, ambiciones personales y luchas internas.
En la ficción
de Juego de Tronos como en la
realidad que soportamos a diario, ganar o morir no es la auténtica disyuntiva,
y todo está lleno de puntos intermedios. En cualquier caso, como Jon Nieve y
sus salvajes, toca ahora partir en busca de nuevos horizontes, en busca de
nuevas ficciones que nos hagan más leve el paso por un mundo que tanto se
resiste a los cambios. Sin olvidarnos de las antiguas ficciones y de su eco, por supuesto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario