Llevo ya meses rumiando un análisis sobre las razones del éxito de la saga de literatura fantástica Canción de Hielo y Fuego, y por extensión de la serie televisiva Juego de Tronos. Recapitulemos: hace cosa de un decenio comenzaron a llegarme recomendaciones de los lectores más dispares sobre esta saga. Me resistí durante varios años, en parte porque llevaba demasiado tiempo sin interesarme por el género. Finalmente cedí, y durante los tres primeros libros me vi enfrascado en las intrigas de Poniente, leyendo con una avidez que posiblemente no me dominaba desde la adolescencia cuando caían en mis manos sagas como El Señor de los Anillos, La Espada de Joram o Las Crónicas Vampíricas. El autor, George R. R. Martin, se merecía ese calificativo tan gastado de “renovador del género”, puesto que dotaba a su universo literario de un realismo y una crudeza muy en consonancia con los tiempos actuales, tan oscuros; y daba la vuelta a la tradicional épica de la fantasía medieval: en sus novelas no hay héroes que pretendan salvar el mundo (y si los hay, fracasan) sino, en el mejor de los casos, supervivientes que bastante tienen con mantener su dignidad en una sociedad abiertamente hostil y traicionera.
Con el cuarto
y quinto tomos tomaron cuerpo las serias dudas sobre el equilibrio de la saga que
me habían asaltado previamente pero quedaban en segundo plano gracias a la
despiadada fuerza narrativa de Martin: ahora ya resultaba evidente que se le
escapaba de las manos su propia historia, dispersándose en más tramas y subtramas
imposibles de dominar. A diferencia de Tolkien, que en su Señor de los Anillos decide narrar una historia concreta dentro de
una Tierra Media que está firmemente creada de antemano, Martin construye su
mundo de ficción a medida que desarrolla la saga, y se empeña en abarcar tantos
lugares y pueblos distintos que la narración se resiente hasta el punto de que,
mucho me temo, irá a peor en los dos siguientes y últimos tomos que restan por
publicarse.
Llegada la
serie de televisión Juego de Tronos,
ahora en su segunda temporada, he recuperado la ilusión perdida: la adaptación
es magnífica y, en la medida en que la serie está obligada a condensar las
novelas eliminando detalles y personajes y añadiendo otros, mejora el original.
Esta afirmación puede resultar un sacrilegio para algunos, pero es precisamente
gracias a la riqueza de la saga literaria que los guionistas de la serie (no
olvidemos que está producida por HBO) pueden permitirse mejorar el original,
dotando por ejemplo a cada episodio de una sólida estructura temática que en
los libros no está tan clara.
Pero ya basta
de tanto preámbulo: la intención era preguntarse acerca de los motivos de su
éxito. Aparte de las características comunes a otros fenómenos superventas que no
nombraré aquí, algo tiene Canción de
Hielo y Fuego para entusiasmar por igual a tirios y troyanos. Acaso se
trate de lo que apuntábamos más arriba: en un mundo como el de Poniente, donde
se suceden toda clase de traiciones, inquinas y corruptelas en pos de la
conquista del poder, el lector reconoce su propio tiempo (el nuestro), en el
cual acostumbran a ganar los malos, y se identifica con los personajes que
mantienen su dignidad en un entorno tan brutal. Tienen además en común
estos pocos personajes que son unos inadaptados, que no encajan en las
jerarquías ni acatan los valores dominantes de Poniente (el poder, la falta de compasión), y se distinguen por sus debilidades, ya sean físicas o
psicológicas o sociales: Tyrion, Jon, Sam, Theon, Bran, Davos, Daenerys, Arya,
Brienne... todos ellos luchan con tesón por sobrevivir y no perder (toda) su
identidad en el camino. Acaso nos recuerdan a nosotros mismos, tratando de
encontrar espacio para respirar en un mundo inhóspito y moribundo.
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