lunes, 25 de abril de 2011

Tarde de cafés

"Solíamos reunirnos en un cafetín al aire libre llamado Under the Trees, donde, para celebrar nuestra felicidad, consumíamos vaso tras vaso de un delicioso ron seco. Cuando se apagaban las luces del cafetín, deambulábamos por El Condado, empeñados, como le hubiera gustado a Jaime Gil de Biedma, en que nuestra felicidad no tuviera fin". Jaime Salinas. Travesías.


En ciertas ocasiones, muy escasas, el escenario se impone sobre lo real, la impronta del recuerdo conjunto se sobreimpresiona en el presente y consigue espantar a los fantasmas cotidianos para invocar a otros, más etéreos. El azar hace el resto, y nos ofrece una singular tarde de cafés. Los cuatro amigos se han citado en un café con gusto añejo, que sabe a marco de antiguas tertulias, a teatro de numerosos reencuentros. Siempre provocador, el azar quiere que coincidan con un grupo de jóvenes desconocidos que practican una actividad muy familiar para nuestros tertulianos, aun siendo una auténtica rareza. El hallazgo sólo puede interpretarse como un atisbo de su propio pasado, como un guiño cómplice del tiempo: los jóvenes desconocidos están jugando a rol, allí mismo, en la cafetería que ahora dejan con la sensación de atravesar un portal que los llevara de vuelta a la realidad acostumbrada y pegajosa.

Sin embargo, algo del hechizo se mantiene sobre sus hombros, como nieve recién caída, cuando caminan tranquilos hacia el siguiente café. Una vez dentro, domina el ambiente de taberna y estallan las risas, las bromas comunes y maceradas por los años, aliñadas con el toque bastardo de la treintena. La amistad gana terreno, vence por momentos al paso inexorable de los días y las decepciones y las responsabilidades y las derrotas. El más atareado de nuestros tertulianos no puede demorarse por más tiempo y entonces, acaso animado por esa primera baja, el azar se manifiesta de nuevo, ahora socarrón e incluso traicionero. Un trío de féminas desconocidas posa su mirada lupina sobre los tertulianos, que siguen a lo suyo, ajenos aún a la llamada de la rutina, divertidos en su pasajera huida de la realidad. Ellas no pueden ser más que un atisbo del futuro, o del mismo presente correoso del que huyen. El café se termina, los tertulianos se marchan a lomos todavía de ese tiempo suspendido, ilusorio, feliz, que no tardará demasiado en derretirse como la nieve, a causa de su propia naturaleza.

Las tazas de café quedan atrás, vacías, un tanto abandonadas, a la manera quizá de esas féminas desconocidas que no volverán a ver. Hasta que algún camarero pase junto a las segundas para llegar a las primeras, recoja los restos de la singladura e ignore, entre tanta música y tanto ruido, el tintineo de risas y camaradería que aún se percibe, apagándose ya, en el fondo opaco de las tazas de café.

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lunes, 4 de abril de 2011

El buzón (Bestiario, I)

Buzón: Criatura mitológica. Montura alada del divino Hermes, mensajero de los dioses.
Su piel, de un amarillo intenso, estaba recubierta de escamas de oro.
Poseía una enorme boca con la que devoraba, sin masticar, a sus presas.


Siempre viste un toque de misterio en todo ello: introducías, ufano, tu carta por la ranura del buzón, como se introduce la llave en un baúl lleno de sorpresas o en una puerta hacia lugares todavía por explorar. De niño, te tentaba esperar apostado en una esquina, al acecho del cartero que tarde o temprano tendría que pasar por allí. Querías ver con tus propios ojos la realización del hechizo: que ese mago del que tus padres te hablaban realmente existía, y que era capaz de transformar el buzón en un dragón y volar raudo para repartir su contenido.

Finalmente algún amigo terminaba por tirarte de la manga, obligándote a seguir camino de casa, de la escuela o del juego. Entonces divagabas unos segundos más acerca del destino de la carta: si acaso se perdería, si no corría el riesgo de quedar abrasada bajo el aliento del dragón, si llegaría demasiado tarde, si tu compañera de clase optaría por responderte o por ignorarla como te ignoraba con su mirada altiva durante el recreo. No hubieras podido expresarlo así, pero sabías muy bien que en aquella carta iba un pedazo de tus sueños, que en cada una de sus líneas se dibujaba el anhelo de ser correspondido.

Ahora te vuelves loco para encontrar un buzón, un simple buzón en esta ciudad tan grande y tan pequeña al mismo tiempo. Crees recordar que en esa avenida había uno que ya no está, o era bajando hacia el centro comercial, no hay forma de estar seguro. El correo postal está en crisis, por no decir en extinción: dar con un buzón sería el equivalente de descubrir el esqueleto de un ogro, quizá aún más difícil, puesto que los ogros existieron alguna vez en tu imaginación.

Silvia contestó a tu primera carta, y a la siguiente, y también a las otras. Su condescendencia se transformó en interés, las miradas en palabras, y algunos besos. Luego os hicisteis amigos. Del colegio la amistad pasó al instituto, en la universidad quisiste que se enamorase de ti pero ella desapareció, o desapareciste tú, o fue la realidad la que os hizo desaparecer a ambos como un mago o un brujo cuyos trucos ya resultan arteros.

Hace unos meses volviste a verla. Más bien viste su foto, su foto y su nombre en una red social. Os comenzasteis a cartear de nuevo; pero eran mensajes electrónicos, fríos, sin más contenido que una sucesión desigual de unos y de ceros. Justo ayer recordaste que aquellas viejas cartas de la infancia nunca se tiraron, estuvieron siempre guardadas en un baúl como el que imaginabas abrir al meter precisamente aquellas viejas cartas de la infancia en el buzón. Has ido a casa de tus padres sólo para comprobarlo. No tienes la menor idea de si Silvia también las conserva en otro baúl, en un cajón de su mesilla de adolescente, o en el desván abandonado de su memoria adulta. Es un juego, por qué no invitarla a tomar parte en él.

Abres la ranura del buzón, el único puñetero buzón que has logrado encontrar después de llevar horas dando vueltas con el coche, hastiado de la gran pequeña ciudad, y te preguntas si acaso Silvia entenderá las reglas del juego. Si se iluminará su cara al volver a tener en las manos la primera carta que hace tantos años te envió, y acertará a corresponderte con tu primera carta, que en realidad es anterior a la suya, y si todo volverá a empezar de la misma manera que cuando eras un niño pedías que te contaran las historias una vez y otra y otra para escucharlas de nuevo, desde el principio.


Ilustración de Paula Orejudo
 
Relato publicado en El vuelo de la palabra (Ayuntamiento de Badajoz, 2013)
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