jueves, 24 de enero de 2013

Carnaval, Carnaval



Se acerca el Carnaval, de manera más bien anodina, como cada año. Apenas recordamos que esta celebración tiene su origen en las Saturnales romanas, donde por un día se invertían las clases sociales, los siervos eran equiparados a sus amos, y se elegía un rey por sorteo. Las máscaras ocultaban la identidad, y servían de subterfugio para la anónima juerga. Era la fiesta de la subversión, la licencia que las autoridades otorgaban al pueblo una vez al año para que dieran rienda suelta a su libertad (a cambio, eso sí, de someterse a sus mandatos el resto del tiempo).

Uno de los personajes literarios más carnavalescos es sin duda John Falstaff, rey de las tabernas, cuyas burlas y risas desafían constantemente la seriedad y la impunidad del poder hasta que Henry V, antaño compañero de farra pero ahora convertido en rey, lo encarcela porque ha dejado de resultarle útil. El orden establecido tolera la subversión, hasta la fomenta, siempre que pueda mantenerla bajo control y aprovecharse de ella.

Si el Carnaval romano, continuado luego en diversas tradiciones medievales y renacentistas, se caracterizaba por la inversión de las jerarquías y de los comportamientos, como ese juego de “el mundo al revés” que aún practican nuestros niños, bien puede ser que ahora vivamos en un Carnaval continuo, donde los valores morales se han subvertido definitivamente y el ladrón, el corrupto, el mentiroso y el borracho son quienes detentan el poder; los guardianes de la fe quienes la mancillan con sus actos pecaminosos; el Estado, en lugar de velar por el bien público, sirve al enriquecimiento de los intereses privados; los monarcas hacen las veces de bufones; y el Carnaval (entendido como protesta, puesto que es habitual que huelgas y manifestaciones estén dominadas por un fuerte componente festivo) sólo una concesión mediante la cual el poder otorga ilusión de libertad a sus súbditos.

Hay un elemento simbólico, sin embargo, recurrente en las protestas globales contra esta estafa que llaman crisis: la máscara del protagonista de V de Vendetta, émulo de aquel Guy Fawkes que quiso volar el Parlamento británico a principios del siglo XVII. El desenlace de esta película (no así el cómic original, más sombrío) muestra a la multitud disfrazada de V conquistando pacíficamente el Parlamento, como si hubiera tomado conciencia de que vive bajo una constante mascarada, y la única forma de subvertir la subversión fuera convertir la protesta en norma. No en contestación puntual, controlada, alentada incluso desde unos poderes sordos a las iras que provocan. En este sentido, la verdadera transgresión que proponen John Falstaff o V de Vendetta es que tomemos parte de un Carnaval permanente, que sólo en tanto revolucionario y masivo podría acabar con los esclavos que nos gobiernan.

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