Lo primero que hice al llegar a Blanes fue ir directo al camping. Quería darle una sorpresa a Roberto: abordarlo de improviso, tras medio lustro sin vernos, con una botella de cava recién comprada para remojar el encuentro. Seguíamos carteándonos pero cada vez con menos frecuencia, acaso cansados de leer cómo al uno le iba igual de mal que al otro. Ninguno de los dos lograba publicar más que en ignotas revistas de provincias, y ambos habíamos abandonado (salvo las intermitentes intentonas de rigor) toda ilusión por ganar concursos literarios, siquiera los municipales que eran terreno abonado para supervivientes como nosotros. Así llegó un verano más a Madrid, y en el momento en que el verano madrileño se hace del todo insoportable (esto suele coincidir con el puente de agosto, tediosas vacaciones en medio del propio sopor de las vacaciones) decidí que había que salir de allí a toda costa. Tomé un autobús de madrugada hacia Barcelona, luego el tren hasta Blanes. Para descubrir que Roberto ya no trabajaba en aquel camping. Me sentí desolado. Estaba tan convencido de que lo encontraría, un verano más, en su oficio de vigilante, que no había tomado la precaución de anotar el remite de su última carta.
Me recosté unos minutos, apoyado sobre el coche de un campista. Hubiera preferido tomar algo en la cafetería y saborear las vistas al mar, pero después del gasto de la botella de cava… Quería comprobar si, por un golpe de fortuna, traía conmigo esa carta postrera donde Roberto se lamentaba de que su pasión por la poesía sólo le llevaba a escribir relatos y vagos intentos de novela. Esto lo recuerdo bien porque me pareció reseñable: quizá la mayor de las varias contradicciones que marcaban su personalidad, y que me hacían lamentar las mías. Rebusqué en la mochila cargada de libros para el viaje y manuscritos para mostrar a Roberto. Nada de cartas ni de sobres. Tenía apuntado su teléfono, eso sí, pero recurrir a una llamada suponía decir adiós al factor sorpresa. A menos que diera con un subterfugio para pedirle su dirección, y aun en tal caso la sorpresa quedaba prácticamente arruinada. De pronto me acordé del panadero, y del dueño de la tienda de juegos. Me hablaba de ellos como sus mejores amigos en el pueblo. Emprendí el camino de regreso a Blanes. Necesitaba un descanso, una ducha, algo de agua o un refresco para acompañar el bocadillo, pero lo primero era encontrar a Roberto. Deduje, en un acceso de agudeza mental, que sería más asequible dar con la tienda de juegos: a diferencia de la panadería, no era probable que hubiera ninguna otra en todo el pueblo.
Nada más reconocer el escaparate me invadió una oleada de nostalgia. Juegos de cartas y de tablero, wargames, decenas de miniaturas pintadas y dispuestas en formación de combate. Una pequeña sucursal del paraíso para el adolescente que fui una vez. El tendero, amable aunque parco en palabras, accedió a darme la dirección de Roberto después de no demasiadas explicaciones. Pensé que esto mismo en Madrid o en Barcelona hubiera resultado imposible; pero en un pueblo, en Blanes, la familiaridad del trato entre vecinos implicaba la confianza suficiente para considerar al recién llegado como un vecino más. La espalda me gritaba su fatiga cuando por fin me detuve ante la calle en cuestión. Se trataba de un conjunto de bloques de pisos baratos, despedían un hedor a tristeza que me obligó a pensar por un segundo en el barrio de Madrid. El ascensor estaba en reparaciones. Subí andando, pesadamente. Roberto me esperaba en el umbral del apartamento, preguntándose qué diablos hacía allí, y cómo no había avisado de mi visita. Su mujer me había visto llegar desde la ventana, la sorpresa echada a perder.
Es increíble que estés aquí hoy, comenzó a decirme con entusiasmo contenido. Hace apenas unos minutos que… Me acaban de comunicar que he ganado el premio Herralde, con una novela, con Los detectives salvajes, añadió luego de una extraña pausa. ¿Eso quiere decir que al fin abandonaste del todo la poesía?, fue la estupidez que se me ocurrió preguntar. Entonces Roberto se echó a reír con una fuerza inusitada. Su eterno cigarrillo salió disparado hacia el suelo, y las gafas bailaron una especie de salsa. Era una risa sonora y limpia, posiblemente la risa que llevaba pugnando por salir de su interior desde que había conocido la noticia. Nos fundimos en un abrazo, y me invitó a cenar.
[Publicado en el nº 41 de la revista Abril, Luxemburgo, abril de 2011].
__
[Publicado en el nº 41 de la revista Abril, Luxemburgo, abril de 2011].
__