martes, 14 de diciembre de 2010

Llamando a Bolaño


Lo primero que hice al llegar a Blanes fue ir directo al camping. Quería darle una sorpresa a Roberto: abordarlo de improviso, tras medio lustro sin vernos, con una botella de cava recién comprada para remojar el encuentro. Seguíamos carteándonos pero cada vez con menos frecuencia, acaso cansados de leer cómo al uno le iba igual de mal que al otro. Ninguno de los dos lograba publicar más que en ignotas revistas de provincias, y ambos habíamos abandonado (salvo las intermitentes intentonas de rigor) toda ilusión por ganar concursos literarios, siquiera los municipales que eran terreno abonado para supervivientes como nosotros. Así llegó un verano más a Madrid, y en el momento en que el verano madrileño se hace del todo insoportable (esto suele coincidir con el puente de agosto, tediosas vacaciones en medio del propio sopor de las vacaciones) decidí que había que salir de allí a toda costa. Tomé un autobús de madrugada hacia Barcelona, luego el tren hasta Blanes. Para descubrir que Roberto ya no trabajaba en aquel camping. Me sentí desolado. Estaba tan convencido de que lo encontraría, un verano más, en su oficio de vigilante, que no había tomado la precaución de anotar el remite de su última carta.

Me recosté unos minutos, apoyado sobre el coche de un campista. Hubiera preferido tomar algo en la cafetería y saborear las vistas al mar, pero después del gasto de la botella de cava… Quería comprobar si, por un golpe de fortuna, traía conmigo esa carta postrera donde Roberto se lamentaba de que su pasión por la poesía sólo le llevaba a escribir relatos y vagos intentos de novela. Esto lo recuerdo bien porque me pareció reseñable: quizá la mayor de las varias contradicciones que marcaban su personalidad, y que me hacían lamentar las mías. Rebusqué en la mochila cargada de libros para el viaje y manuscritos para mostrar a Roberto. Nada de cartas ni de sobres. Tenía apuntado su teléfono, eso sí, pero recurrir a una llamada suponía decir adiós al factor sorpresa. A menos que diera con un subterfugio para pedirle su dirección, y aun en tal caso la sorpresa quedaba prácticamente arruinada. De pronto me acordé del panadero, y del dueño de la tienda de juegos. Me hablaba de ellos como sus mejores amigos en el pueblo. Emprendí el camino de regreso a Blanes. Necesitaba un descanso, una ducha, algo de agua o un refresco para acompañar el bocadillo, pero lo primero era encontrar a Roberto. Deduje, en un acceso de agudeza mental, que sería más asequible dar con la tienda de juegos: a diferencia de la panadería, no era probable que hubiera ninguna otra en todo el pueblo.

Nada más reconocer el escaparate me invadió una oleada de nostalgia. Juegos de cartas y de tablero, wargames, decenas de miniaturas pintadas y dispuestas en formación de combate. Una pequeña sucursal del paraíso para el adolescente que fui una vez. El tendero, amable aunque parco en palabras, accedió a darme la dirección de Roberto después de no demasiadas explicaciones. Pensé que esto mismo en Madrid o en Barcelona hubiera resultado imposible; pero en un pueblo, en Blanes, la familiaridad del trato entre vecinos implicaba la confianza suficiente para considerar al recién llegado como un vecino más. La espalda me gritaba su fatiga cuando por fin me detuve ante la calle en cuestión. Se trataba de un conjunto de bloques de pisos baratos, despedían un hedor a tristeza que me obligó a pensar por un segundo en el barrio de Madrid. El ascensor estaba en reparaciones. Subí andando, pesadamente. Roberto me esperaba en el umbral del apartamento, preguntándose qué diablos hacía allí, y cómo no había avisado de mi visita. Su mujer me había visto llegar desde la ventana, la sorpresa echada a perder.

Es increíble que estés aquí hoy, comenzó a decirme con entusiasmo contenido. Hace apenas unos minutos que… Me acaban de comunicar que he ganado el premio Herralde, con una novela, con Los detectives salvajes, añadió luego de una extraña pausa. ¿Eso quiere decir que al fin abandonaste del todo la poesía?, fue la estupidez que se me ocurrió preguntar. Entonces Roberto se echó a reír con una fuerza inusitada. Su eterno cigarrillo salió disparado hacia el suelo, y las gafas bailaron una especie de salsa. Era una risa sonora y limpia, posiblemente la risa que llevaba pugnando por salir de su interior desde que había conocido la noticia. Nos fundimos en un abrazo, y me invitó a cenar.


[Publicado en el nº 41 de la revista Abril, Luxemburgo, abril de 2011].

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lunes, 6 de diciembre de 2010

Lluvia en compañía


Tiene la lluvia, al menos en lugares como Madrid donde es una rareza, carácter de velo que se superpone a la realidad. La lluvia repentina, intensa, obliga a cambiar de planes, acelera el paso, altera el rumbo en busca de taxi o refugio. Se considera siempre un contratiempo, una insidiosa interrupción de lo previsto. Paradójicamente, la mejor manera de asumir la presencia de la lluvia es tratarla como si no existiera, a lo sumo como un acompañamiento, una música de fondo que repica en el asfalto a ritmo de jam session. No prestamos demasiada atención a los músicos si en primer plano somos requeridos por la fuerza de las palabras. Para dos personas que acaban de salir del cine y apenas se conocen, que están descubriéndose, la lluvia no es más que un elemento cómplice de su paseo. Un recordatorio, acaso, de que la realidad también tiende a ser insidiosa, a colarse entre las capas de proyectos y risas y sueños hasta dejarte empapado. No se puede vencer a la lluvia caminando bajo ella. Por eso lo más conveniente es convertirla en tu aliado, seguir con esa conversación acompañada por la humedad de la música ambiente. Hacer como si nada, mojarse, contar.


miércoles, 1 de diciembre de 2010

De Oxford a la Residencia de Estudiantes (o viceversa)

Tras el provechoso periplo de este verano por tierras oxonienses (que algunos de vosotros, amables lectores, habréis seguido a través de El salto inglés), volvimos a casa con la inquietante sensación de añorar otra vida que acaso pudimos tener, una auténtica vida de universitarios en una ciudad como Oxford consagrada a la enseñanza, donde nuestro querido y añorado Conciliábulo fuera la norma y no la excepción, donde nuestro exacerbado dilentantismo fuera el complemento de una amplia formación intelectual (y no al contrario).


Meses más tarde, gracias a un proverbial golpe de suerte, me encuentro trabajando para la Residencia de Estudiantes, que en su etapa histórica de 1910 a 1936 funcionó precisamente como pionero college universitario en Madrid. Su director, Alberto Jiménez Fraud, había pasado una temporada en Oxford, motivo por el cual fue escogido por Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, para encabezar el novísimo proyecto pedagógico que representaba la Residencia. Un proyecto que ponía el acento sobre la formación integral de los estudiantes en base a un sistema de tutorías a semejanza de los colleges anglosajones. Nada que ver con la educación tradicional imperante, donde “el libro de texto mediocre y el entrenamiento memorista eran los males menores” (Jiménez Fraud, Historia de la Universidad española).


Pronto la Residencia, más allá de su función principal como centro educativo, se convirtió en el núcleo de la actividad cultural madrileña. Allí acudieron como invitados personalidades de la talla de Einstein, H.G. Wells, Chesterton, Howard Carter, Marie Curie, Keynes, Strawinsky, Ravel o Paul Valery. Allí impartían clase Unamuno y Ortega a alumnos como Buñuel, Lorca, Dalí o Severo Ochoa. Juan Ramón Jiménez hacía las veces de ilustre jardinero, diseñando los jardines muy a la inglesa; Buñuel fundó la extravagante, caballeresca y borrachina Orden de Toledo, de la cual se nombró a sí mismo condestable, en un ejemplo de la “holganza ilustrada” (ahora diríamos diletantismo) que el propio Jiménez Fraud recomendaba practicar: “entrégate a un ocio inteligente, y si hay algún valor dentro de ti, crecerá y será lo único que podrá procurarte satisfacción y permitirte hacer alguna obra fecunda en lo futuro” (op.cit.).


Ya sabemos que la sublevación militar de 1936 dio al traste con este y otros muchos esfuerzos por renovar España. La muerte, la cárcel o el exilio dispersaron a la que fuera la más fértil cosecha de españoles en varios siglos. Jiménez Fraud encontró acomodo en Oxford, concretamente en el New College, donde fue lecturer hasta su jubilación en 1953. Puedo imaginar al director de la Residencia de Estudiantes con el alma dividida en Oxford, dedicado de nuevo a la docencia en el lugar que había inspirado su trayectoria profesional, partido en dos por el fatal truncamiento de su Residencia y de su país. Puedo imaginar también (la imaginación es libre) que acaso coincidiera en alguna ocasión con Tolkien, Lewis y el resto de los Inklings, ese círculo de tertulianos que ejercían una vez en semana la holganza ilustrada en el pub The Eagle and Child. Lo que es seguro es que Jiménez Fraud recibió en Oxford la visita de Jaime Gil de Biedma, joven entonces aunque no volviera a serlo, heredero de la generación del 27, glosador de la mejor camaradería en su poema Amistad a lo largo.


De manera que aquí me encuentro, tras haber recorrido el camino a la inversa y un tanto azarosamente, en el Centro de Documentación de la Residencia de Estudiantes. Rodeado por los libros que pertenecieron a Luis Cernuda, en alguna parte la correspondencia de diversos ministros de la República, en todas la colección de publicaciones editadas por la propia Residencia con las Poesías completas de Antonio Machado a la cabeza. Sospecho que cada mañana paso bajo la habitación en la que Buñuel y sus caballeros de Toledo escuchaban jazz mientras bebían grogs al ron; o tal vez sea la de Lorca, y le supongo calculando dónde situar el cuadro de Dalí que luego iluminaría su cuarto en Granada.


En estas fechas celebramos el centenario de la institución (1910-2010), a propósito del cual se ha colocado una instalación sonora a la entrada del recinto, siguiendo el curso del riachuelo que regaba los jardines de Juan Ramón Jiménez. Se trata de un montaje a partir de grabaciones de antiguos residentes y colaboradores: la inconfundible voz de Rafael Alberti surge de entre los arbustos, saludando al recién llegado que se siente, inevitablemente, trasladado hacia atrás en el tiempo. En ciertas ocasiones me parece sentir el frío y la soledad espectral de Oxford, esa ciudad anclada en la historia, y me pregunto si el viento traerá consigo el espíritu errante de Alberto Jiménez Fraud que viene a supervisar cómo va todo en su casa, en la Residencia.