Lo he contado tantas veces en tertulias y conciliábulos que
ya casi parece inventado. Como si a base de narrarlo se pudiera convertir en
ficción, al contrario de tanta mentira mediática y política que se empeñan en
transformar en verdad a fuerza de repetirla. Ray Bradbury, en algún momento de
su larga existencia de 91 años, caminaba distraído por las afueras de Los
Ángeles (una ciudad en la que prácticamente todo son afueras, y para mantener
algún contacto con la gente se necesita chocar contra ella, como bien muestra
el largometraje Crash) sin mayor
propósito que el sencillo y raro placer de pasear. Acto tan sospechoso hizo que
terminara siendo abordado por la policía; y se produjo el siguiente diálogo, digno
de cualquiera de sus cuentos o, más aún, de las ficciones lisérgicas de Philip
K. Dick:
-¿Qué está haciendo?
-Pasear. Solamente paseaba.
-Está bien… pero no vuelva a hacerlo.
Ray Bradbury, además de protagonizar anécdotas tan absurdas
como representativas del desquiciamiento de nuestra sociedad, escribió cuentos,
muchísimos cuentos, y una novela, Fahrenheit
451, que forma parte del imaginario de la cultura popular, a la manera de
los mitos. En el futuro distópico que describe los libros están prohibidos, los
ciudadanos se delatan unos a otros, y los bomberos se dedican a aplicar a los
pocos libros que quedan la temperatura del título. Es decir, a quemarlos. Pero
los libros perviven, a pesar de todo, porque el hombre no puede existir sin
ellos. Y no diré más para preservar la sorpresa a quien no haya leído Fahrenheit 451, ni visto la versión
cinematográfica de François Truffaut. Sí añadiré la cita que da inicio al
libro: “Si os dan papel pautado, escribid por el otro lado”. Es de Juan Ramón
Jiménez.
Cuando, hace más de una década, el autor de este blog se
moceaba con las letras, Ray Bradbury representaba el más puro sentido de la
maravilla y del descubrimiento: me recuerdo devorando las páginas de Crónicas marcianas, acaso el mejor libro
de cuentos de ciencia-ficción jamás escrito; asombrándome ante las peripecias de
El hombre ilustrado, ilustrado en
sentido literal; o recreando la magia del amor por correspondencia en aquel
encantador relato de Conduciendo a ciegas.
Alguna vez he contado también, en las presentaciones de mis propios libros, que
Bradbury en su colección de ensayos Zen
en el arte de escribir, toda una celebración de la literatura, se vanagloria de escribir “hasta que la
historia me alcance”. Pero sobre todo rememoro los orígenes de ese club de
letraheridos extremados y extremeños en el que di mis primeros pasos como
escritor, y de los aquelarres orquestados en torno a autores señeros como Bradbury.
Desde hace unas horas dicen de él que ha fallecido, pero yo no me lo creo.
Estoy convencido de que, simplemente, ha regresado a Marte.
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