El cielo de Gijón ha estado estos días de un gris dublinés,
lleno de nubarrones, en consonancia con el ambiente propicio al género negro y
con el negro futuro que nos espera mientras seguimos asistiendo, perplejos, al
desmantelamiento de Europa. Acudir a la Semana Negra supone dejarse sorprender
por un festival literario que más bien parece una fiesta patronal, con sus
atracciones de feria y su multitud de visitantes-pero-dudosos-lectores; aunque al
mismo tiempo se agradece que en este caso el patrón sean los libros. Ya nos
gustaría que las ferias y fiestas que inundan España en fechas veraniegas
tuvieran como excusa a la literatura, y no al santurrón o mártir de turno.
Formar parte de la Semana Negra supone también codearse con
otros autores más o menos reconocidos, con periodistas de una amabilidad
insospechada, con organizadores vehementes y dicharacheros, todos ellos
rápidamente dispuestos a hacerte sentir un celebrante más. El ambiente y las
referencias literarias se encuentran por doquier, incluso en el trayecto: al
poco de aterrizar, descubro que el recinto donde tiene lugar este año la Semana
Negra se corresponde con unos antiguos astilleros (también desmantelados, por
supuesto), y enseguida pienso en la lectura que me acompaña en el viaje, El astillero de Onetti.
La Semana Negra a punto ha estado de no celebrarse en 2012,
de quedarse sin vigesimoquinta edición, y algo se nota esa amenaza en la
atmósfera general de provisionalidad, en los astilleros tan fantasmagóricos como
la Santa María de Onetti, y hasta en los grises y dublineses nubarrones. Sin
embargo, todo son risas y muestras de camaradería a mi llegada al hotel Don
Manuel, encrucijada donde se ofician las tertulias y las juergas de la Semana
Negra. Como parte de la bienvenida cae en mis manos un ejemplar de A Quemarropa, decano mundial de la
prensa negra y noticiario de un festival que va más allá de lo literario para
convertirse en un medio de lucha y reivindicación contra los desmanteladores.
Ya por la tarde toca el turno de hablar de La última sombra, con el desenfado no
exento de rigor al que da pie la presentadora, Cristina Macía. Hablo mucho y
firmo poco, pero firmaré más al día siguiente gracias a la complicidad de la
librería Burma. La primera noche en Gijón se salda con una cena entre
escritores y periodistas que me recuerda a la estrambótica high table de Todas las almas.
En la segunda y última cena, en cambio, me encuentro rodeado por un trío de
autores argentinos tan divertidos como crípticos en su peculiar jerga porteña.
Por el camino voy dejando ciertas cosas en el tintero, como
las interesantes charlas a cargo, entre otros, de Rosa Ribas o Secundino
Serrano; el rápido saludo a mi compañero de editorial Rafa Marín; o las
lecciones de Paco Ignacio Taibo II y su diccionario de sinónimos. Por
desgracia, todo ello se mezcla como en un mal cóctel con una nueva amenaza de desmantelamiento
que me toca muy de cerca, y de la que no diré más, acaso así no se cumpla. Mejor
será agarrarme a la frase que encabeza este artículo, pronunciada por Ana María
Matute durante su participación en la Semana Negra, y usarla como asidero
contra estos tiempos negros presididos por malhechores que se muestran cada vez
más dispuestos a desmantelarnos hasta el alma.
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