Da gusto encontrar nuevos hallazgos literarios, nuevos mundos de ficción en los que sumergirse. Sobre todo a partir de cierta edad en la que cuesta recuperar el entusiasmo. A veces la literatura, como el mundo, nos parece un lugar demasiado transitado, un exceso de voces donde ya estuviera todo dicho. Y en esa desidia apareció, a comienzos del último verano, Quienes se marchan de Omelas, un relato de Ursula K. Le Guin recién publicado en edición ilustrada por Nórdica. Su lectura resultó impactante, un puñetazo en el estómago, un zarandeo que me obligaba a despertar del sueño de la razón. El siguiente paso era aquel que siempre postergaba: de Un mago de Terramar no sabía nada, apenas las difusas recomendaciones de dos amigos que lo habían disfrutado en la juventud. En la era del hype y del spoiler, de las polémicas preventivas, del vamos a contarlo todo para no dejar nada a la imaginación del lector o espectador, zambullirme en las aguas de Terramar sin haber leído siquiera la contraportada fue un lujo para mí, el paradigma del menos es más.
Un mago de Terramar es la obra principal en literatura fantástica de Le Guin, escrita en 1968, todavía en la estela del éxito original de El Señor de los Anillos de Tolkien. Sin entrar en demasiadas comparaciones, la obra de la escritora estadounidense nos presenta también un universo de ficción que se va desplegando ante los ojos del lector, con hechiceros y dragones, viajes a lugares maravillosos, un pasado remoto de héroes legendarios, y una geografía y unos pobladores muy diversos. La gran diferencia es sin duda el ámbito donde se desarrolla la épica: en las historias de Terramar apenas se describen enfrentamientos bélicos, y los grandes combates se libran en el interior de los protagonistas. Casi todo lo que ocurre tiene un alto grado de simbolismo, en consonancia con la tradición mística oriental. Y en ese propósito de la autora para crear una fantasía medieval con elementos ajenos a la tradición europea destaca también el color de piel de Gavilán, el aprendiz de mago que abre el primer volumen de la saga y vehicula el resto. Para el segundo libro, Las tumbas de Atuan, Le Guin reserva el papel principal a una mujer, aprendiz de sacerdotisa, para equilibrar la escasa y estereotipada presencia de mujeres en la primera entrega. Se echa de menos, en las dos novelas iniciales, un mayor repertorio de personajes y de situaciones que espero ir encontrando más adelante. Tengo pendiente todavía la lectura de los cuatro libros restantes de la saga, pero ya me reconozco como un habitante más de las islas de Terramar, como lo he sido siempre de la Tierra Media, y me dejo llevar por su fabulosa magia basada en las palabras, y en el nombre verdadero de las cosas.
Sobre Ursula K. Le Guin, cuya obra se ramifica en ensayos, cuentos, poemarios y en novelas señeras de la ciencia-ficción como Los desposeídos o El nombre del mundo es Bosque, se podría decir mucho en favor de su visión honda y radical del mundo, y en especial de su afán por impugnar lo establecido. Basta recordar un fragmento de su discurso de 2014 al ser premiada por la National Book Foundation: “Vivimos en el capitalismo. Su poder parece ineludible. También lo parecía el derecho divino de los reyes. Cualquier poder humano puede ser resistido y cambiado por seres humanos. La resistencia y el cambio suelen comenzar en el arte, y muy a menudo en nuestro arte, el arte de las palabras”.