En los últimos meses me he venido rodeando de músicos y demás fauna a ellos adosada, a saber: fans, groupies, music victims, familiares y amigos, malasañeros, cascoantigüeros, modernos, posmodernos, cervatillas, exnovias de, pretendientes de, y cronistas en apuros (este última categoría malamente representada por el abajo firmante). La lista de conciertos –dígase “bolos” si pretende usted pasar por entendido– a los que he asistido asusta, y no sólo por su eclecticismo de dudoso gusto. Veamos, en riguroso orden cronológico desde el pasado verano: JF Sebastian, AC/DC, Joaquín Sabina, Mark Knopfler (en efecto, soy un carroza o, en decir más a la moda, un viejuno), Havalina, The Flow, Cabriolets, Incarnations (ahora me estoy poniendo moderno por momentos), Siniestro Total, Loquillo, Havalina & Maika Makovski, Love Division, Afroblue. Todo ello aderezado con un par de DJ sessions en Siroco con los inefables Havalina Men a los mandos, otra de tecno tóxico-industrial, y una noche cincuentera a cargo de Santi Campos (también conocido como Campi Santos). Confieso que a la mayoría de tales eventos no he ido yo solito (se requeriría demasiada fuerza de voluntad para eso), sino que me he dejado llevar, como es natural.
Este ejercicio sostenido de nocturnidad le ha servido al cronista en apuros para constatar lo que, probablemente, ya sabía: el TREME-ndo magnetismo que ejercen los escenarios, las guitarras, las cabelleras despeinadas (suspiro) y los desgarros de ron sobre el público. Nada hay que lo iguale. Ya puede uno vivir decididamente en un libro de poemas, citarse en las elegantes profundidades de la filmoteca, o esmerarse en la dedicatoria de su novela más prolija, que ese arte tan vulgar que consiste en tocar la guitarra (dicho sea desde el cariño) arrasa con todo. Y ahora voy a ponerme serio o, más bien, analítico: un buen libro también puede atrapar y seducir al lector, pero éste apenas se detiene a imaginar a su autor, si es que le importa; el cine es emocionante, desde luego, pero sus intérpretes resultan inalcanzables, no hay nada al otro lado de la pantalla; y el teatro, bueno, en el teatro tenemos a mano a los actores, aunque distanciados por la propia representación (¿acaso son ellos mismos?) y sus artificios.
Sólo la música –la música en directo– conjuga la inmediatez y el deseo, nos ofrece al artista desnudo ante sus seguidores (es un decir, o tal vez no) en un ambiente (oscuridad, cervezas, copazos, ya no tabaco) propicio para la comunión de los cuerpos. El crescendo de la multitud enfervorizada y sudorosa, coreando los temas en una suerte de ceremonia cuasi mística hace el resto. Desde el estadio olímpico de Sevilla al minúsculo Fotomatón, las dimensiones del recinto no importan, como tampoco el tamaño de la celebridad del grupo en cuestión y de sus miembros (del grupo), ya sea mucha o poca siempre traerán consigo alguna adoratriz dispuesta a seguirles hasta el infinito y más allá. Luego, los músicos y sus adosados forman por supuesto un particular contubernio lleno de complicidades y antojos, no exento de generosidad: en Madrid (no digamos en el infausto Casco Antiguo pacense) todos se conocen, van a los mismos garitos, se buscan aun a riesgo de encontrarse, rápidamente te invitan a subir su desbocado tren de la fiesta. No digo que haya más o menos camaradería que entre los escritores, pero desde luego éstos me parecen más callados, menos ufanos, más solitarios, menos procaces. Y en todo caso, no arrastramos ni la mitad de su fama.
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Grande, Agustín. Estupenda entrada. No sabes la de veces que me he planteado reflexiones similares. Desde luego, la literatura no está bien pagada, al menos en términos de popularidad. Por otro lado, no creo que tú o yo aguantáramos el tirón de una fama visceral y promiscua como la de los músicos; no estamos hechos para generar ese tipo de seguimiento, a cada uno lo suyo. Más bien, acariciamos la idea de que algún lector desconocido (digámoslo claramente: alguna lectora desconocida ;-) fantasee con el autor tras la obra, tal como nosotros podemos fantasear con dicha lectora. Es otro tipo de relación, más en diferido, en la que nos encontramos más cómodos. Lo que no significa que, en noches como las que describas, no envidiemos de manera malsana la facilidad de otros para generar esa atracción inmediata y epidérmica. Y, por supuesto, los odiemos a muerte ;-P
ResponderEliminarA muerte, pero siempre desde el cariño. Completamente de acuerdo con tus aportaciones.
ResponderEliminarPor eso, chicos, debemos montar una banda. Os apuntais?
ResponderEliminarLo que nos hacía falta, Javi... Aunque si los Stones siguen subiéndose a un escenario (sin taca-taca), por qué no nosotros (lo digo por lo de viejunos...)
ResponderEliminarAgus, definitivamente, comparar ambas cosas es absolutamente erróneo (además de fuente de frustraciones varias). Es como comparar a un rockero pertinaz con una rata de biblioteca (aunque se intentaron interesantes -y siempre fallidas- mezclas entre ambos conceptos, tipo Ray Loriga, Benjamín Prado, José Angel Mañas...). La diferencia fundamental es la inmediatez. La literatura es el único tipo de arte en que el ejecutante (autor) no está presente en el momento de la ejecución (por tanto, no puede desprender ningún magnetismo, o, más exactamente, no puede "aprovecharse" del magnetismo que desprenden sus palabras). Durante uno, dos, tres, los años que sean necesarios, el autor se encierra en su cuarto para redactar su obra, casi en plan monástico, sin obtener "feedback" más que las limitadas veces que consigue vencer su pudor para ofrecer una muestra del "work in progress" (y esto siempre a amigos y personas de confianza, nunca a una fan enfervorizada que quiere que le firmes en el escote).
En fin, lo dicho, son dos cosas tan distintas... Que, estoy convencido, están hechas para tipos completamente diferentes de personas (es lo que me repito una y otra vez frente al espejo para convencerme de que no podría haber sido una estrella del rock...)
Buena entrada, Agus. Saludos cascoantigüeros.
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