viernes, 30 de diciembre de 2011

El armario (Bestiario, II)

Armario: Criatura mitológica, de las dimensiones mastodónticas de una ballena, pero de secano. Se alimenta de niños curiosos a los que atrae con el misterioso batir de sus puertas. 


Imaginas que sucedió durante esa etapa indefinida que situamos en torno a los diez años, el recuerdo adulto demasiado impreciso para concretar nada más. En la casa grande como la infancia de tu prima, con quien jugabas a esconderte en un armario que además de ropa contenía libros; o quizá fuese una biblioteca camuflada de vestidor, nunca se sabe. Os turnábais en la tarea: una de las dos sujetaba una vela que dibujaba el necesario contorno de misterio en torno a la escena, la otra leía en voz alta uno de aquellos libros guardados fuera de lugar; el armario como puerta a otros mundos en los que vosotras, entre atrevidas y tímidas,  os contentábais con recorrer el umbral para luego cerrarlo como se cierran las tapas de un libro. 

La memoria se vuelve perezosa y se niega a darte los títulos de cera que leiais bajo la luz de tinta; o al contrario, qué más da: mejor así porque eso nos permite repasar juntos el inventario imaginario de la colección de tu tía. Pongamos que había algo de Conrad o de Stevenson, mares de letras por cuyas aguas naufragábais a placer, remisas a la hora de volver a la superficie terrenal del otro lado del armario; un Salgari y varios Verne, tres Dumas (o eran cuatro) y un Hobbit que despertaban en tu prima y tú la sed de aventuras que jamás se apaga; acaso las plomizas obras completas de Blasco Ibáñez o de Pérez Galdós por las que caminábais de puntillas para no despertaros del sueño; unos versos inescrutables de Cernuda o de Byron que pasaban por vuestros ojos curiosos demasiado rápido. Y al fondo, semienterrado entre tanto libro en desorden, o quizá sobresaliendo del bolsillo de un abrigo, un ejemplar de La historia del señor Sommer que sólo viste tú cuando ya os marchábais, a la luz fuerte y cegadora del armario abierto.

Sonríes, pensando que los libros y los abrigos y los trajes podrían haber salido ardiendo en cualquier momento: suerte que las llamas de la infancia sólo prenden en la imaginación. Ahora ves corretear y cantar a tus hijos en la casa que estáis empezando a habitar, y te preguntas cuál será la parte que ellos escojan (otro armario, tal vez una cama, el patio o el hueco bajo las escaleras) para soñar y leer juntos mientras su madre los reclama o los busca, complacida.

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