“Mientras luche acaso pospongo el final”.
Decía Octavio Paz que
estamos hechos de palabras. Me atrevería a añadir que, por extensión, estamos
hechos de cultura: los libros, el cine, la música y las bellas artes conforman nuestra identidad, nos acompañan y nos
representan. Tenemos una cantidad variable de obras artísticas que nos sirven
de referencia, que constituyen lo que, en el caso de la literatura, denominamos
“libros de cabecera”. De cabecera de la cama, se entiende, aludiendo así a la
vieja costumbre de depositar en la mesilla del dormitorio ese libro sobre el
que volvemos una y otra vez (no en vano afirmaba Italo Calvino que un clásico
es aquel libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir).
También tenemos autores
de cabecera, desde luego. Por lo general, nos acompañan durante una etapa de
nuestra vida, pasada la cual siguen ahí, dormitando a la espera de que volvamos
a ellos aunque sólo sea llevados por la nostalgia. Cortázar y Bradbury son para
mí dos claros ejemplos, escritores asociados a la etapa de descubrimiento y
maravilla ante la literatura, que luego sirven apenas como recordatorio de que
alguna vez fuimos eternos.
Raramente se encuentra
uno con autores que insisten en acompañarlos siempre, a lo largo de las décadas. Es una sensación extraña, como
si uno no pudiera desprenderse de ellos, como si lo persiguieran; y esto se acentúa cuando son contemporáneos y por tanto maduran y envejecen a
un ritmo similar.
Como adolescente, dentro
de mi característico despiste musical, me gustaban el sonido, la estética y la actitud del
rock and roll. Pero sobre todo me definían mi pasión por el baloncesto y por
los cómics. Pasada la mayoría de edad comencé a implicarme en la llamada recuperación
de la memoria histórica republicana, más o menos al mismo tiempo que como
lector daba el primer salto de la narrativa a la poesía. Llegada la treintena,
inevitablemente, comencé a preguntarme por el paso del tiempo y por la
colección de fracasos que adornan mis vitrinas, a la vez que se sofisticaban mis
gustos culturales. Ahora resulta que soy novelista, que extravié mi carrera
profesional, y que en política me debato entre el desánimo y la indignación
perpetua.
Por todo ese camino me ha
acompañado un tal Loquillo, asómbrense: un tipo que salió literalmente de un
agujero (su barrio obrero de Barcelona, el Clot, significa eso) para
convertirse en estrella del rock; que se ha permitido cantar a la memoria
republicana (véanse su disco Mujeres en
pie de guerra y su libro El chico de
la bomba) y homenajear al baloncesto de los ochenta en Memoria de jóvenes airados y al cómic de Hergé en Línea clara (“milito en la razón del
pensamiento ilustrado”, dice en ese tema); además de guiarme por la poesía con
sus tres discos dedicados a musicar grandes poemas y presentarme a nuestros
viejos amigos Gil de Biedma, Lorca, Benedetti, Atxaga, Montalbán, Borges, Papasseit y Luis
Alberto de Cuenca, entre otros. Hace algo más de un mes, aunque yo me enterase
ayer, va Loquillo y se desmarca con un nuevo videoclip, Contento, que viene a ser un puñetazo en la mesa del banquete de
los ricos, una llamada a la guerra de clases de la que vengo hablando
últimamente.
Una coincidencia más
entre nosotros. No nos conocemos, pero cuando haya ocasión voy a tener que
abordarlo como si de un colega de toda la vida se tratase. Creo que primero
echaremos unas canastas en su barrio, y luego nos tomaremos unas cervezas para
acabar cantando, ebrios de melancolía, Quin
fred al cor, camarada. Ah, se me olvidaba: entre sus poemas musicados, y me
van a permitir así que cierre el círculo de esta crónica, está Central Park, de Octavio Paz. Hecho de
palabras, naturalmente.
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