miércoles, 28 de noviembre de 2012

Contento



“Mientras luche acaso pospongo el final”.

Decía Octavio Paz que estamos hechos de palabras. Me atrevería a añadir que, por extensión, estamos hechos de cultura: los libros, el cine, la música y las bellas artes conforman  nuestra identidad, nos acompañan y nos representan. Tenemos una cantidad variable de obras artísticas que nos sirven de referencia, que constituyen lo que, en el caso de la literatura, denominamos “libros de cabecera”. De cabecera de la cama, se entiende, aludiendo así a la vieja costumbre de depositar en la mesilla del dormitorio ese libro sobre el que volvemos una y otra vez (no en vano afirmaba Italo Calvino que un clásico es aquel libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir).

También tenemos autores de cabecera, desde luego. Por lo general, nos acompañan durante una etapa de nuestra vida, pasada la cual siguen ahí, dormitando a la espera de que volvamos a ellos aunque sólo sea llevados por la nostalgia. Cortázar y Bradbury son para mí dos claros ejemplos, escritores asociados a la etapa de descubrimiento y maravilla ante la literatura, que luego sirven apenas como recordatorio de que alguna vez fuimos eternos.

Raramente se encuentra uno con autores que insisten en acompañarlos siempre, a lo largo de las décadas. Es una sensación extraña, como si uno no pudiera desprenderse de ellos, como si lo persiguieran; y esto se acentúa cuando son contemporáneos y por tanto maduran y envejecen a un ritmo similar.

Como adolescente, dentro de mi característico despiste musical, me gustaban el sonido, la estética y la actitud del rock and roll. Pero sobre todo me definían mi pasión por el baloncesto y por los cómics. Pasada la mayoría de edad comencé a implicarme en la llamada recuperación de la memoria histórica republicana, más o menos al mismo tiempo que como lector daba el primer salto de la narrativa a la poesía. Llegada la treintena, inevitablemente, comencé a preguntarme por el paso del tiempo y por la colección de fracasos que adornan mis vitrinas, a la vez que se sofisticaban mis gustos culturales. Ahora resulta que soy novelista, que extravié mi carrera profesional, y que en política me debato entre el desánimo y la indignación perpetua.

Por todo ese camino me ha acompañado un tal Loquillo, asómbrense: un tipo que salió literalmente de un agujero (su barrio obrero de Barcelona, el Clot, significa eso) para convertirse en estrella del rock; que se ha permitido cantar a la memoria republicana (véanse su disco Mujeres en pie de guerra y su libro El chico de la bomba) y homenajear al baloncesto de los ochenta en Memoria de jóvenes airados y al cómic de Hergé en Línea clara (“milito en la razón del pensamiento ilustrado”, dice en ese tema); además de guiarme por la poesía con sus tres discos dedicados a musicar grandes poemas y presentarme a nuestros viejos amigos Gil de Biedma, Lorca, Benedetti, Atxaga, Montalbán, Borges, Papasseit y Luis Alberto de Cuenca, entre otros. Hace algo más de un mes, aunque yo me enterase ayer, va Loquillo y se desmarca con un nuevo videoclip, Contento, que viene a ser un puñetazo en la mesa del banquete de los ricos, una llamada a la guerra de clases de la que vengo hablando últimamente.

Una coincidencia más entre nosotros. No nos conocemos, pero cuando haya ocasión voy a tener que abordarlo como si de un colega de toda la vida se tratase. Creo que primero echaremos unas canastas en su barrio, y luego nos tomaremos unas cervezas para acabar cantando, ebrios de melancolía, Quin fred al cor, camarada. Ah, se me olvidaba: entre sus poemas musicados, y me van a permitir así que cierre el círculo de esta crónica, está Central Park, de Octavio Paz. Hecho de palabras, naturalmente.

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