sábado, 2 de febrero de 2013

El bosque animado




“Nacen en cualquier parte e ignoran que, sólo por el hecho de crecer allí, aquel lugar queda embellecido. No se aburren nunca, porque no miran a la tierra, sino al cielo y el cielo cambia tanto, según las horas y según las nubes, que jamás es igual a sí mismo. Cuando los hombres buscan la diversidad, viajan. Los árboles satisfacen ese afán sin moverse. Es la diversidad la que se aviene a pasar incesantemente por sus copas”.  


Del conjunto de sensaciones que se apoderan de mí durante la lectura de El bosque animado, la más fuerte es la de estar ante una narración que se despliega ante mis ojos como uno de esos libros troquelados o tridimensionales que parecen estar de moda en la literatura infantil actual, repletos de dibujos y de manualidades y de interactividad. Sin embargo, en El bosque animado sólo hay letras: letras que forman palabras que a su vez conforman frases maravillosas, tristes, mágicas; frases que se juntan para tejer un tapiz de vida, tal y como califica el autor a la fraga de Cecebre, el bosque que sirve de escenario pero sobre todo protagoniza y da título al libro. Más que una colección de cuentos se trata de una novela mosaico, y cada relato o estancia un camino que invita a entrar en el bosque y perderse en él.

Aunque publicase esta obra en 1943, suponemos que Wenceslao Fernández Flórez no llegó a conocer a su contemporáneo el profesor Tolkien, ni tampoco a leer a su antecesor Lord Dunsany. Sin embargo, el emplazamiento gallego de El bosque animado es una suerte de Comarca, poblado por árboles parlantes y por la misma sensibilidad hacia el medio natural que recreaba el autor de El Señor de los Anillos. Pero eso sí, en lugar de placenteros y burgueses hobbits, quienes lo habitan son pobres campesinos que nos estremecen con su miseria y su ternura. Con Lord Dunsany comparte un uso deslumbrante de la prosa, una habilidad descriptiva exquisita, pero al servicio de una historia que contar, importante detalle que se echa de menos en Dunsany.

Para entrar en el bosque animado hay que dejar atrás una serie de prejuicios: hacia la literatura española de posguerra, tan árida (pero este pulmón mágico que propone Fernández Flórez fue y sigue siendo una escapatoria de la asfixiante realidad); hacia nuestra manía de calificar como infantil todo libro que personifique a plantas y animales (por el contrario, El bosque animado habla a la inteligencia del niño que hay todavía en el torpe adulto); hacia la venda que algunos se ponen en los ojos y les impide disfrutar de lo fantástico. Este bosque es en verdad un todo, una fábula según la concepción de C.S. Lewis, un lugar mítico como Macondo en Cien años de soledad y también un lugar vivo y sintiente como el planeta Solaris.

Cuando termino de pasear por la larga fraga de Cecebre me dan ganas de desaparecer, de viajar hacia lo salvaje, Into the wild como ese Alexander Supertramp que todos llevamos dentro. Cuesta cerrar el libro y devolverlo a su lugar en la estantería, porque sus pasajes me persiguen, revoloteando en mi pensamiento, mucho más auténticos que cualquier trozo de cartulina troquelada. Por una vez, me consuela imaginar que el libro que cierro, en mayor o menor medida, está hecho de árboles.

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