“Nacen
en cualquier parte e ignoran que, sólo por el hecho de crecer allí, aquel lugar
queda embellecido. No se aburren nunca, porque no miran a la tierra, sino al
cielo y el cielo cambia tanto, según las horas y según las nubes, que jamás es
igual a sí mismo. Cuando los hombres buscan la diversidad, viajan. Los árboles
satisfacen ese afán sin moverse. Es la diversidad la que se aviene a pasar
incesantemente por sus copas”.
Del conjunto de sensaciones que se apoderan de mí durante la
lectura de El bosque animado, la más
fuerte es la de estar ante una narración que se despliega ante mis ojos como
uno de esos libros troquelados o tridimensionales que parecen estar de moda en
la literatura infantil actual, repletos de dibujos y de manualidades y de
interactividad. Sin embargo, en El bosque
animado sólo hay letras: letras que forman palabras que a su vez conforman
frases maravillosas, tristes, mágicas; frases que se juntan para tejer un tapiz
de vida, tal y como califica el autor a la fraga de Cecebre, el bosque que
sirve de escenario pero sobre todo protagoniza y da título al libro. Más que
una colección de cuentos se trata de una novela mosaico, y cada relato o
estancia un camino que invita a entrar en el bosque y perderse en él.
Aunque publicase esta obra en 1943, suponemos que Wenceslao
Fernández Flórez no llegó a conocer a su contemporáneo el profesor Tolkien, ni
tampoco a leer a su antecesor Lord Dunsany. Sin embargo, el emplazamiento
gallego de El bosque animado es una
suerte de Comarca, poblado por árboles parlantes y por la misma sensibilidad
hacia el medio natural que recreaba el autor de El Señor de los Anillos. Pero eso sí, en lugar de placenteros y
burgueses hobbits, quienes lo habitan son pobres campesinos que nos estremecen
con su miseria y su ternura. Con Lord Dunsany comparte un uso deslumbrante de
la prosa, una habilidad descriptiva exquisita, pero al servicio de una historia
que contar, importante detalle que se echa de menos en Dunsany.
Para entrar en el bosque animado hay que dejar atrás una
serie de prejuicios: hacia la literatura española de posguerra, tan árida (pero
este pulmón mágico que propone Fernández Flórez fue y sigue siendo una
escapatoria de la asfixiante realidad); hacia nuestra manía de calificar como infantil
todo libro que personifique a plantas y animales (por el contrario, El bosque animado habla a la
inteligencia del niño que hay todavía en el torpe adulto); hacia la venda que
algunos se ponen en los ojos y les impide disfrutar de lo fantástico. Este
bosque es en verdad un todo, una fábula según la concepción de C.S. Lewis, un
lugar mítico como Macondo en Cien años de
soledad y también un lugar vivo y sintiente como el planeta Solaris.
Cuando termino de pasear por la larga fraga de Cecebre me
dan ganas de desaparecer, de viajar hacia lo salvaje, Into the wild como ese Alexander Supertramp que todos llevamos
dentro. Cuesta cerrar el libro y devolverlo a su lugar en la estantería, porque
sus pasajes me persiguen, revoloteando en mi pensamiento, mucho más auténticos
que cualquier trozo de cartulina troquelada. Por una vez, me consuela imaginar
que el libro que cierro, en mayor o menor medida, está hecho de árboles.
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