Stéphane Hessel.
Durante el Curso de iniciación a la traducción literaria, organizado en
Cáceres los días 16 y 17 de marzo por Sala Targuman y ACE Traductores, hemos
aprendido (o más bien recordado) que traducir es crear. El traductor es autor
de su traducción, lo cual deja de parecer una perogrullada cuando resulta que
ha sido necesaria una Ley de Propiedad Intelectual que así lo reconozca. La del
traductor es una profesión extraña: imprescindible en el mercado editorial, un
sector que supone el 4% del PIB español; pero que raramente permite vivir de
ella en exclusiva. La mayor parte de los traductores desempeñan alguna
profesión adicional, por lo cual se dedican también a la traducción técnica, a la
enseñanza, a la edición o a la creación literaria.
Los
traductores encargados de impartir el curso, María Teresa Gallego y Arturo
Peral, presidenta y vicesecretario respectivamente de ACE, tienen muy claro que
ser traductor no es sólo trasladar un texto de una lengua a otra, sino que conlleva
la necesaria reivindicación de su labor profesional. El matrimonio
editor-traductor, con honrosas excepciones, es una relación de amor y odio:
ambos se necesitan, pero el primero tiende a menospreciar al segundo, y éste a
no fiarse de aquél. Digámoslo como si de un chiste se tratara: si un editor va
al dentista a ponerse un empaste, no se le ocurre dejar de pagar exactamente la
cantidad estipulada (incluso aunque le parezca excesiva), ni acudirá a un
matasanos que ponga en riesgo toda su dentadura. Sin embargo, ese mismo editor será
capaz de escatimar los derechos de autor de sus traductores, o hacerlos
trabajar sin contrato, o subastar a la baja la traducción aunque eso suponga
una importante pérdida de calidad que afecte a la imagen de toda su producción
editorial. En realidad, no es un funcionamiento muy diferente al de otros
sectores laborales, en estos tiempos en los que prima obtener el máximo beneficio
a costa de lo que sea.
El
curso continuó con una serie de directrices para abrirse camino en el sector y
darse a conocer a editoriales, sin olvidar la necesidad de asociarse y de estar
al tanto de la legislación. Y es que no todo son peleas conyugales, ni mucho
menos: ACE y el gremio de editores han consensuado varios contratos tipo que
respetan los derechos de ambas partes, y existe una comisión paritaria de
traductores y editores que se dedica a solucionar las desavenencias
matrimoniales. La asociación CEDRO, por otra parte, se encarga de gestionar los
derechos colectivos de propiedad intelectual y la compensación por copia
privada. No se puede decir, por tanto, que la profesión de traductor esté
desamparada o desasistida, aunque es cierto que demasiadas veces se echa en
falta algo tan sencillo y tan escaso como es el cumplimiento de la ley.
El
marco de este curso, la ciudad de Cáceres, es también sede de Sala Targuman,
entidad dedicada a la formación de traductores que promete hacernos volver pronto a una ciudad que se antoja
cómplice a la hora de reunirse al calor de sus bares y de sus murallas para
hablar sobre literatura y deshojar toda clase de anécdotas en torno a la
traducción: conocer por ejemplo que ciertos traductores se sienten poseídos por
los autores con cuyos textos trabajan, a la manera de los actores a quienes les
cuesta despojarse del personaje al que han prestado sus gestos y su voz. Traducir
es también interpretar, es actuar, es crear. Traducir es divulgar la cultura
que de otro modo resultaría inaccesible. Tras muchos años dedicado a la
creación literaria, pero con apenas dos traducciones a mis espaldas (el ensayo The Steampunk Bible y la biografía Amor y saludos revolucionarios), he comprobado que traducir es también crear, es enseñar a
hablar a un texto en otra lengua, es algo así como enseñar a un niño a pensar
en otro idioma.
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