A veces me pregunto para qué sirve una librería. Una posible respuesta la obtuve el pasado jueves, con la siguiente sucesión de encuentros improvisados entre letraheridos: con motivo de la presentación de su último libro, Notas para no esconder la luz, el poeta Faustino Lobato se había citado en Tusitala con el también poeta Fco. Javier Benítez, y en esto atravesó las puertas del templo Rafael Gordon, poeta rockero, que reconoció al primero (a pesar de la mascarilla) y le preguntó qué haces aquí, a lo cual Faustino respondió que se disponía a presentar su poemario, y Gordon, no sin aprovechar la ocasión para recordarnos el origen escocés de su apellido, enseguida anunció que se llevaba un ejemplar, por supuesto.
Según se iniciaba el ritual del autor estampando su firma y unas pocas frases a modo de dedicatoria, accedió al santuario Tente, tertuliano de pro, que venía a recoger el poemario Corteza de abedul, y ya de paso preguntar por el ensayo sobre poesía Tensión y sentido. Pues ahí lo tienes, dijo el librero, en la bolsa de Rafael, que me lo había encargado. Y entonces, era de esperar, ambos clientes se reconocieron (a pesar de las mascarillas) y entablaron una breve conversación entre viejos conocidos. Es lo que Tolkien llamaría "un encuentro casual" y que yo suelo denominar como "causalidades literarias".
De modo que una posible respuesta a la pregunta de para qué sirve una librería es esta: tiene algo de bar de la esquina, de plaza de pueblo, de ágora griega o foro romano, todo ello sumado al libro como punto de partida. Mi criterio es de parte, desde luego, pero me atrevería a afirmar que, por esta y otras muchas razones, las librerías son imprescindibles, pura utilidad de lo inútil. Como las y los poetas.
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