lunes, 25 de abril de 2011

Tarde de cafés

"Solíamos reunirnos en un cafetín al aire libre llamado Under the Trees, donde, para celebrar nuestra felicidad, consumíamos vaso tras vaso de un delicioso ron seco. Cuando se apagaban las luces del cafetín, deambulábamos por El Condado, empeñados, como le hubiera gustado a Jaime Gil de Biedma, en que nuestra felicidad no tuviera fin". Jaime Salinas. Travesías.


En ciertas ocasiones, muy escasas, el escenario se impone sobre lo real, la impronta del recuerdo conjunto se sobreimpresiona en el presente y consigue espantar a los fantasmas cotidianos para invocar a otros, más etéreos. El azar hace el resto, y nos ofrece una singular tarde de cafés. Los cuatro amigos se han citado en un café con gusto añejo, que sabe a marco de antiguas tertulias, a teatro de numerosos reencuentros. Siempre provocador, el azar quiere que coincidan con un grupo de jóvenes desconocidos que practican una actividad muy familiar para nuestros tertulianos, aun siendo una auténtica rareza. El hallazgo sólo puede interpretarse como un atisbo de su propio pasado, como un guiño cómplice del tiempo: los jóvenes desconocidos están jugando a rol, allí mismo, en la cafetería que ahora dejan con la sensación de atravesar un portal que los llevara de vuelta a la realidad acostumbrada y pegajosa.

Sin embargo, algo del hechizo se mantiene sobre sus hombros, como nieve recién caída, cuando caminan tranquilos hacia el siguiente café. Una vez dentro, domina el ambiente de taberna y estallan las risas, las bromas comunes y maceradas por los años, aliñadas con el toque bastardo de la treintena. La amistad gana terreno, vence por momentos al paso inexorable de los días y las decepciones y las responsabilidades y las derrotas. El más atareado de nuestros tertulianos no puede demorarse por más tiempo y entonces, acaso animado por esa primera baja, el azar se manifiesta de nuevo, ahora socarrón e incluso traicionero. Un trío de féminas desconocidas posa su mirada lupina sobre los tertulianos, que siguen a lo suyo, ajenos aún a la llamada de la rutina, divertidos en su pasajera huida de la realidad. Ellas no pueden ser más que un atisbo del futuro, o del mismo presente correoso del que huyen. El café se termina, los tertulianos se marchan a lomos todavía de ese tiempo suspendido, ilusorio, feliz, que no tardará demasiado en derretirse como la nieve, a causa de su propia naturaleza.

Las tazas de café quedan atrás, vacías, un tanto abandonadas, a la manera quizá de esas féminas desconocidas que no volverán a ver. Hasta que algún camarero pase junto a las segundas para llegar a las primeras, recoja los restos de la singladura e ignore, entre tanta música y tanto ruido, el tintineo de risas y camaradería que aún se percibe, apagándose ya, en el fondo opaco de las tazas de café.

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lunes, 4 de abril de 2011

El buzón (Bestiario, I)

Buzón: Criatura mitológica. Montura alada del divino Hermes, mensajero de los dioses.
Su piel, de un amarillo intenso, estaba recubierta de escamas de oro.
Poseía una enorme boca con la que devoraba, sin masticar, a sus presas.


Siempre viste un toque de misterio en todo ello: introducías, ufano, tu carta por la ranura del buzón, como se introduce la llave en un baúl lleno de sorpresas o en una puerta hacia lugares todavía por explorar. De niño, te tentaba esperar apostado en una esquina, al acecho del cartero que tarde o temprano tendría que pasar por allí. Querías ver con tus propios ojos la realización del hechizo: que ese mago del que tus padres te hablaban realmente existía, y que era capaz de transformar el buzón en un dragón y volar raudo para repartir su contenido.

Finalmente algún amigo terminaba por tirarte de la manga, obligándote a seguir camino de casa, de la escuela o del juego. Entonces divagabas unos segundos más acerca del destino de la carta: si acaso se perdería, si no corría el riesgo de quedar abrasada bajo el aliento del dragón, si llegaría demasiado tarde, si tu compañera de clase optaría por responderte o por ignorarla como te ignoraba con su mirada altiva durante el recreo. No hubieras podido expresarlo así, pero sabías muy bien que en aquella carta iba un pedazo de tus sueños, que en cada una de sus líneas se dibujaba el anhelo de ser correspondido.

Ahora te vuelves loco para encontrar un buzón, un simple buzón en esta ciudad tan grande y tan pequeña al mismo tiempo. Crees recordar que en esa avenida había uno que ya no está, o era bajando hacia el centro comercial, no hay forma de estar seguro. El correo postal está en crisis, por no decir en extinción: dar con un buzón sería el equivalente de descubrir el esqueleto de un ogro, quizá aún más difícil, puesto que los ogros existieron alguna vez en tu imaginación.

Silvia contestó a tu primera carta, y a la siguiente, y también a las otras. Su condescendencia se transformó en interés, las miradas en palabras, y algunos besos. Luego os hicisteis amigos. Del colegio la amistad pasó al instituto, en la universidad quisiste que se enamorase de ti pero ella desapareció, o desapareciste tú, o fue la realidad la que os hizo desaparecer a ambos como un mago o un brujo cuyos trucos ya resultan arteros.

Hace unos meses volviste a verla. Más bien viste su foto, su foto y su nombre en una red social. Os comenzasteis a cartear de nuevo; pero eran mensajes electrónicos, fríos, sin más contenido que una sucesión desigual de unos y de ceros. Justo ayer recordaste que aquellas viejas cartas de la infancia nunca se tiraron, estuvieron siempre guardadas en un baúl como el que imaginabas abrir al meter precisamente aquellas viejas cartas de la infancia en el buzón. Has ido a casa de tus padres sólo para comprobarlo. No tienes la menor idea de si Silvia también las conserva en otro baúl, en un cajón de su mesilla de adolescente, o en el desván abandonado de su memoria adulta. Es un juego, por qué no invitarla a tomar parte en él.

Abres la ranura del buzón, el único puñetero buzón que has logrado encontrar después de llevar horas dando vueltas con el coche, hastiado de la gran pequeña ciudad, y te preguntas si acaso Silvia entenderá las reglas del juego. Si se iluminará su cara al volver a tener en las manos la primera carta que hace tantos años te envió, y acertará a corresponderte con tu primera carta, que en realidad es anterior a la suya, y si todo volverá a empezar de la misma manera que cuando eras un niño pedías que te contaran las historias una vez y otra y otra para escucharlas de nuevo, desde el principio.


Ilustración de Paula Orejudo
 
Relato publicado en El vuelo de la palabra (Ayuntamiento de Badajoz, 2013)
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miércoles, 30 de marzo de 2011

Escultores del aire

Según cuenta el poeta inglés Clive Wilmer, los hombres somos escultores del aire, en la medida en que modelamos el mundo a través de algo tan etéreo como las palabras. A semejanza del escultor que dota de forma definida a la piedra, el hombre construye la realidad mediante el lenguaje. Así comenzó Wilmer la puesta de largo de The Mystery of Things, su primer libro traducido al español, presentado ayer en la madrileña y acogedora librería Rafael Alberti.

El concepto de escultores del aire lo introduce Wilmer en su poema The names of flowers, que recitó más tarde. Pero al convertirlo en parte de sus primeras palabras, en su tarjeta de presentación ante el público, consiguió que este oyente no dejara de reflexionar al respecto durante el resto de la jornada. Si todos somos escultores del aire, contamos con los escritores como una suerte de profesionales del lenguaje y de la escultura, y entre ellos los poetas, los mejores poetas, serían auténticos maestros a la manera de Michelangelo Buonarroti, quien sostenía que su trabajo se limitaba a dejar salir la imagen que ya existía encerrada en el interior del mármol.
  
Sculptors of air. Nótese que la correcta pronunciación de esta última palabra en el más puro inglés británico, el inglés del profesor en Cambridge Clive Wilmer, es algo así como /éah/, con la segunda vocal difuminada, transformada en onomatopeya, desvaneciéndose en el aire. De modo que si uno dice air se descubre imitando la voz del viento, y corre el riesgo de estremecerse al comprender la magia del lenguaje y la capacidad evocativa de los escultores de palabras.

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domingo, 6 de marzo de 2011

Poética de un balcón


Está fumando en el balcón de un piso que visita por primera vez, un balcón que haría suyo (su baluarte desde el cual dominar Madrid) y un piso que decoraría a su antojo si pudiera. Fuma despacio, y me mira. No sabe muy bien por qué está aquí. La observo y me parece tan ligera, acaso un fantasma que mi mente se niega a desterrar. Se llama María Cavanagh, vive rodeada por un mar de pintura azul, habla con acento del sur pese a que proviene de una isla del norte, y está llena de sueños. Sueños a los que se aferra con la fuerza de quien ha caído y se ha levantado de nuevo, sueños que se condensan en sus ojos enfrentados a los míos. El humo se entromete y me distrae, me obliga a volver a pensar en ella como en un fantasma. Tal vez por eso me cuesta asegurar que realmente exista, porque es una nube frágil como la de su tabaco y, si extiendo los dedos hacia su figura recortada en el balcón, corro el riesgo de que desaparezca.

Ilustración de Isa Montero

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sábado, 26 de febrero de 2011

Revolución

Yet, Freedom! Yet thy banner, torn, but flying,
streams like the thunderstorm against the wind.
Lord Byron.


Las palabras, especialmente algunas palabras, se gastan con el uso. Hay quienes se empeñan en pervertirlas, malearlas, corromperlas, alquilarlas, torcerlas, sobornarlas incluso; todo ello con tal de devolverlas ya vacías de contenido, listas para el desguace. Enormes palabras gritadas al cielo, duras palabras transformadas en sangre, tristes palabras repletas de dignidad, gozosas palabras de celebración se han ido convirtiendo en vocablos de usar y tirar, en remedo de sí mismas, en instrumentos de confusión dirigida a dejarnos sin palabras.

Por fortuna, aún hay gente en Alejandría, en Tobruk, en los alrededores de la antigua Cartago, en Trípoli, en El Cairo que recuerda el viejo significado de una de esas palabras cargadas de futuro. Adivinen cuál.

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miércoles, 9 de febrero de 2011

Músicos

En los últimos meses me he venido rodeando de músicos y demás fauna a ellos adosada, a saber: fans, groupies, music victims, familiares y amigos, malasañeros, cascoantigüeros, modernos, posmodernos, cervatillas, exnovias de, pretendientes de, y cronistas en apuros (este última categoría malamente representada por el abajo firmante). La lista de conciertos –dígase “bolos” si pretende usted pasar por entendido– a los que he asistido asusta, y no sólo por su eclecticismo de dudoso gusto. Veamos, en riguroso orden cronológico desde el pasado verano: JF Sebastian, AC/DC, Joaquín Sabina, Mark Knopfler (en efecto, soy un carroza o, en decir más a la moda, un viejuno), Havalina, The Flow, Cabriolets, Incarnations (ahora me estoy poniendo moderno por momentos), Siniestro Total, Loquillo, Havalina & Maika Makovski, Love Division, Afroblue. Todo ello aderezado con un par de DJ sessions en Siroco con los inefables Havalina Men a los mandos, otra de tecno tóxico-industrial, y una noche cincuentera a cargo de Santi Campos (también conocido como Campi Santos). Confieso que a la mayoría de tales eventos no he ido yo solito (se requeriría demasiada fuerza de voluntad para eso), sino que me he dejado llevar, como es natural.

Este ejercicio sostenido de nocturnidad le ha servido al cronista en apuros para constatar lo que, probablemente, ya sabía: el TREME-ndo magnetismo que ejercen los escenarios, las guitarras, las cabelleras despeinadas (suspiro) y los desgarros de ron sobre el público. Nada hay que lo iguale. Ya puede uno vivir decididamente en un libro de poemas, citarse en las elegantes profundidades de la filmoteca, o esmerarse en la dedicatoria de su novela más prolija, que ese arte tan vulgar que consiste en tocar la guitarra (dicho sea desde el cariño) arrasa con todo. Y ahora voy a ponerme serio o, más bien, analítico: un buen libro también puede atrapar y seducir al lector, pero éste apenas se detiene a imaginar a su autor, si es que le importa; el cine es emocionante, desde luego, pero sus intérpretes resultan inalcanzables, no hay nada al otro lado de la pantalla; y el teatro, bueno, en el teatro tenemos a mano a los actores, aunque distanciados por la propia representación (¿acaso son ellos mismos?) y sus artificios.

Sólo la música –la música en directo– conjuga la inmediatez y el deseo, nos ofrece al artista desnudo ante sus seguidores (es un decir, o tal vez no) en un ambiente (oscuridad, cervezas, copazos, ya no tabaco) propicio para la comunión de los cuerpos. El crescendo de la multitud enfervorizada y sudorosa, coreando los temas en una suerte de ceremonia cuasi mística hace el resto. Desde el estadio olímpico de Sevilla al minúsculo Fotomatón, las dimensiones del recinto no importan, como tampoco el tamaño de la celebridad del grupo en cuestión y de sus miembros (del grupo), ya sea mucha o poca siempre traerán consigo alguna adoratriz dispuesta a seguirles hasta el infinito y más allá. Luego, los músicos y sus adosados forman por supuesto un particular contubernio lleno de complicidades y antojos, no exento de generosidad: en Madrid (no digamos en el infausto Casco Antiguo pacense) todos se conocen, van a los mismos garitos, se buscan aun a riesgo de encontrarse, rápidamente te invitan a subir su desbocado tren de la fiesta. No digo que haya más o menos camaradería que entre los escritores, pero desde luego éstos me parecen más callados, menos ufanos, más solitarios, menos procaces. Y en todo caso, no arrastramos ni la mitad de su fama.

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martes, 11 de enero de 2011

Bohemios

“No os pido limosna, puesto que elaboro libros para deleite vuestro y de vuestros hijos.
Sólo os pido que compréis un libro, que reaccione vuestro espíritu, porque tenéis el deber de hacerlo.Yo no tengo culpa de que mi arte no sea entendido; pero yo soy el mismo arte”.
Armando Buscarini.

A veces, solo a veces, se encuentra uno en su oficio con algo útil que llevarse al intelecto. Es el caso que se produjo hace unos días cuando me tocó catalogar dos libros publicados a finales de los noventa, pertenecientes a la curiosa colección Biblioteca de la bohemia, de la no menos curiosa editorial Celeste. Sus títulos, En torno a la bohemia madrileña (1890-1925): testimonios, personajes y obras, del hispanista Allen Phillips; y Los proletarios del arte: introducción a la bohemia, conjunto de breves ensayos de muy distintos autores, entre los cuales Juan Manuel de Prada firma un capítulo dedicado al insigne y arriba citado Armando Buscarini. No en vano el beato pero brillante Prada convierte a la bohemia madrileña en protagonista de su novela Las máscaras del héroe, que no tengo la suerte o el disgusto de haber leído pero intuyo me resultaría disfrutable.

Según hojeaba estos dos volúmenes, llegados a mis manos por puro azar bibliotecario, la mente se me disparó enseguida hacia una improvisada semblanza de autores malditos, de escritores para el arrastre, de nombres que merecen estar en el dudoso olimpo de los supervivientes de las letras, de gentes que se alimentaban de la literatura al mismo tiempo que caían enfermos (y en algún caso morían) a causa de ella. Se me ocurrieron a vuela pluma unos cuantos para añadir a los bohemios españoles que, encabezados por Valle-Inclán y su Max Estrella, nos presenta la editorial Celeste: el británico John Gawsworth por ejemplo, que ostentaba el gracioso y muy literario título de Rey de Redonda, un monarca muerto en la indigencia. Gawsworth, autor él mismo de corta fama, ayudaba a escritores amigos a salir adelante, a publicar en algunos casos; y esta es una de las más notables características del escritor bohemio: por escasos que sean sus medios, su éxito y su riqueza, se empeña en compartirlos con su círculo de allegados, con su cónclave o conciliábulo de artistas cómplices. Otra característica, relacionada con la anterior, es la que constituye una categoría aparte de bohemio: el que vive, probablemente con mayor intensidad que nadie, una vida de narrador o poeta o dramaturgo, pero no escribe ni una línea o, si lo hace, su obra queda siempre ensombrecida por la de sus compañeros de viaje. Ahí están los casos de José Moreno Villa, ilustre residente (y bibliotecario) y acicate de la Generación del 27; o de Michi Panero, diletante por excelencia, faro y guía de la noche madrileña. Ambos eran no-escritores (incluso el primero, aun siendo autor de numerosos títulos que nadie parece haber leído) que hicieron de su vida una obra de arte, y que por añadidura actuaban como “extractores” del arte de sus amistades, como escultores acaso que a la manera de Michelangelo Buonarroti se limitaban a dejar salir el talento que sus amigos guardaban dentro de sí.

A distinto nivel, podemos citar también a los escritores que sobreviven (sobrevivimos) en cualquier oficio, a falta de poder ganarse el pan mediante la literatura. Como Antonio Rabinad, prolífico no-escritor que cada domingo vendía libros de viejo en el barcelonés mercado de Sant Antoni, convertido en embajador del humilde barrio de El Clot hasta su muerte hace apenas un año. Oficios cercanos a la literatura, o del todo alejados de ella: inevitable acordarse de Roberto Bolaño, vigilante de camping y vendedor de bisutería, entre otros oficios varios. Y es que para colmo me hallo leyendo Los detectives salvajes, donde Bolaño ofrece un retablo casi inconmensurable de “mexicanos perdidos en México”: jóvenes aprendices de poeta que si por algo se distinguen es por su condición de bohemios, de yonquis de las letras, de pedigüeños de una vida ociosa que en realidad no pueden mantener. Si han logrado matricularse en la universidad rápidamente la abandonan, o solo la utilizan de plataforma para sus desafueros artísticos; si escriben no publican, o lo hacen en revistas de su propia cosecha; si no tienen para comprar libros los roban o se los prestan entre ellos; viven de los demás, y, por supuesto, de su amor por la literatura.

Tamaño descubrimiento catalogador me despertó una última asociación, cuanto más significativa porque he estado trabajando recientemente en el personaje: Charles Patrick Donnelly, poeta irlandés miembro de las Brigadas Internacionales, cuya biografía se publicará en febrero con introducción del menda. Donnelly llevó una vida más bien bohemia en Londres, tal y como recuerda uno de sus amigos: “Tuviera o no dinero, siempre parecía preocupado por el pensamiento y la acción, nunca por su estómago o por encontrar una cama. Aunque estuviera hambriento compraba un paquete de cigarrillos y un libro antes que una comida frugal, incluso cuando ganaba un buen salario. Un café no era para él más que el escenario adecuado para disfrutar de los libros, el tabaco y la gente, y de una conversación valiente y formal”.

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martes, 14 de diciembre de 2010

Llamando a Bolaño


Lo primero que hice al llegar a Blanes fue ir directo al camping. Quería darle una sorpresa a Roberto: abordarlo de improviso, tras medio lustro sin vernos, con una botella de cava recién comprada para remojar el encuentro. Seguíamos carteándonos pero cada vez con menos frecuencia, acaso cansados de leer cómo al uno le iba igual de mal que al otro. Ninguno de los dos lograba publicar más que en ignotas revistas de provincias, y ambos habíamos abandonado (salvo las intermitentes intentonas de rigor) toda ilusión por ganar concursos literarios, siquiera los municipales que eran terreno abonado para supervivientes como nosotros. Así llegó un verano más a Madrid, y en el momento en que el verano madrileño se hace del todo insoportable (esto suele coincidir con el puente de agosto, tediosas vacaciones en medio del propio sopor de las vacaciones) decidí que había que salir de allí a toda costa. Tomé un autobús de madrugada hacia Barcelona, luego el tren hasta Blanes. Para descubrir que Roberto ya no trabajaba en aquel camping. Me sentí desolado. Estaba tan convencido de que lo encontraría, un verano más, en su oficio de vigilante, que no había tomado la precaución de anotar el remite de su última carta.

Me recosté unos minutos, apoyado sobre el coche de un campista. Hubiera preferido tomar algo en la cafetería y saborear las vistas al mar, pero después del gasto de la botella de cava… Quería comprobar si, por un golpe de fortuna, traía conmigo esa carta postrera donde Roberto se lamentaba de que su pasión por la poesía sólo le llevaba a escribir relatos y vagos intentos de novela. Esto lo recuerdo bien porque me pareció reseñable: quizá la mayor de las varias contradicciones que marcaban su personalidad, y que me hacían lamentar las mías. Rebusqué en la mochila cargada de libros para el viaje y manuscritos para mostrar a Roberto. Nada de cartas ni de sobres. Tenía apuntado su teléfono, eso sí, pero recurrir a una llamada suponía decir adiós al factor sorpresa. A menos que diera con un subterfugio para pedirle su dirección, y aun en tal caso la sorpresa quedaba prácticamente arruinada. De pronto me acordé del panadero, y del dueño de la tienda de juegos. Me hablaba de ellos como sus mejores amigos en el pueblo. Emprendí el camino de regreso a Blanes. Necesitaba un descanso, una ducha, algo de agua o un refresco para acompañar el bocadillo, pero lo primero era encontrar a Roberto. Deduje, en un acceso de agudeza mental, que sería más asequible dar con la tienda de juegos: a diferencia de la panadería, no era probable que hubiera ninguna otra en todo el pueblo.

Nada más reconocer el escaparate me invadió una oleada de nostalgia. Juegos de cartas y de tablero, wargames, decenas de miniaturas pintadas y dispuestas en formación de combate. Una pequeña sucursal del paraíso para el adolescente que fui una vez. El tendero, amable aunque parco en palabras, accedió a darme la dirección de Roberto después de no demasiadas explicaciones. Pensé que esto mismo en Madrid o en Barcelona hubiera resultado imposible; pero en un pueblo, en Blanes, la familiaridad del trato entre vecinos implicaba la confianza suficiente para considerar al recién llegado como un vecino más. La espalda me gritaba su fatiga cuando por fin me detuve ante la calle en cuestión. Se trataba de un conjunto de bloques de pisos baratos, despedían un hedor a tristeza que me obligó a pensar por un segundo en el barrio de Madrid. El ascensor estaba en reparaciones. Subí andando, pesadamente. Roberto me esperaba en el umbral del apartamento, preguntándose qué diablos hacía allí, y cómo no había avisado de mi visita. Su mujer me había visto llegar desde la ventana, la sorpresa echada a perder.

Es increíble que estés aquí hoy, comenzó a decirme con entusiasmo contenido. Hace apenas unos minutos que… Me acaban de comunicar que he ganado el premio Herralde, con una novela, con Los detectives salvajes, añadió luego de una extraña pausa. ¿Eso quiere decir que al fin abandonaste del todo la poesía?, fue la estupidez que se me ocurrió preguntar. Entonces Roberto se echó a reír con una fuerza inusitada. Su eterno cigarrillo salió disparado hacia el suelo, y las gafas bailaron una especie de salsa. Era una risa sonora y limpia, posiblemente la risa que llevaba pugnando por salir de su interior desde que había conocido la noticia. Nos fundimos en un abrazo, y me invitó a cenar.


[Publicado en el nº 41 de la revista Abril, Luxemburgo, abril de 2011].

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lunes, 6 de diciembre de 2010

Lluvia en compañía


Tiene la lluvia, al menos en lugares como Madrid donde es una rareza, carácter de velo que se superpone a la realidad. La lluvia repentina, intensa, obliga a cambiar de planes, acelera el paso, altera el rumbo en busca de taxi o refugio. Se considera siempre un contratiempo, una insidiosa interrupción de lo previsto. Paradójicamente, la mejor manera de asumir la presencia de la lluvia es tratarla como si no existiera, a lo sumo como un acompañamiento, una música de fondo que repica en el asfalto a ritmo de jam session. No prestamos demasiada atención a los músicos si en primer plano somos requeridos por la fuerza de las palabras. Para dos personas que acaban de salir del cine y apenas se conocen, que están descubriéndose, la lluvia no es más que un elemento cómplice de su paseo. Un recordatorio, acaso, de que la realidad también tiende a ser insidiosa, a colarse entre las capas de proyectos y risas y sueños hasta dejarte empapado. No se puede vencer a la lluvia caminando bajo ella. Por eso lo más conveniente es convertirla en tu aliado, seguir con esa conversación acompañada por la humedad de la música ambiente. Hacer como si nada, mojarse, contar.


miércoles, 1 de diciembre de 2010

De Oxford a la Residencia de Estudiantes (o viceversa)

Tras el provechoso periplo de este verano por tierras oxonienses (que algunos de vosotros, amables lectores, habréis seguido a través de El salto inglés), volvimos a casa con la inquietante sensación de añorar otra vida que acaso pudimos tener, una auténtica vida de universitarios en una ciudad como Oxford consagrada a la enseñanza, donde nuestro querido y añorado Conciliábulo fuera la norma y no la excepción, donde nuestro exacerbado dilentantismo fuera el complemento de una amplia formación intelectual (y no al contrario).


Meses más tarde, gracias a un proverbial golpe de suerte, me encuentro trabajando para la Residencia de Estudiantes, que en su etapa histórica de 1910 a 1936 funcionó precisamente como pionero college universitario en Madrid. Su director, Alberto Jiménez Fraud, había pasado una temporada en Oxford, motivo por el cual fue escogido por Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza, para encabezar el novísimo proyecto pedagógico que representaba la Residencia. Un proyecto que ponía el acento sobre la formación integral de los estudiantes en base a un sistema de tutorías a semejanza de los colleges anglosajones. Nada que ver con la educación tradicional imperante, donde “el libro de texto mediocre y el entrenamiento memorista eran los males menores” (Jiménez Fraud, Historia de la Universidad española).


Pronto la Residencia, más allá de su función principal como centro educativo, se convirtió en el núcleo de la actividad cultural madrileña. Allí acudieron como invitados personalidades de la talla de Einstein, H.G. Wells, Chesterton, Howard Carter, Marie Curie, Keynes, Strawinsky, Ravel o Paul Valery. Allí impartían clase Unamuno y Ortega a alumnos como Buñuel, Lorca, Dalí o Severo Ochoa. Juan Ramón Jiménez hacía las veces de ilustre jardinero, diseñando los jardines muy a la inglesa; Buñuel fundó la extravagante, caballeresca y borrachina Orden de Toledo, de la cual se nombró a sí mismo condestable, en un ejemplo de la “holganza ilustrada” (ahora diríamos diletantismo) que el propio Jiménez Fraud recomendaba practicar: “entrégate a un ocio inteligente, y si hay algún valor dentro de ti, crecerá y será lo único que podrá procurarte satisfacción y permitirte hacer alguna obra fecunda en lo futuro” (op.cit.).


Ya sabemos que la sublevación militar de 1936 dio al traste con este y otros muchos esfuerzos por renovar España. La muerte, la cárcel o el exilio dispersaron a la que fuera la más fértil cosecha de españoles en varios siglos. Jiménez Fraud encontró acomodo en Oxford, concretamente en el New College, donde fue lecturer hasta su jubilación en 1953. Puedo imaginar al director de la Residencia de Estudiantes con el alma dividida en Oxford, dedicado de nuevo a la docencia en el lugar que había inspirado su trayectoria profesional, partido en dos por el fatal truncamiento de su Residencia y de su país. Puedo imaginar también (la imaginación es libre) que acaso coincidiera en alguna ocasión con Tolkien, Lewis y el resto de los Inklings, ese círculo de tertulianos que ejercían una vez en semana la holganza ilustrada en el pub The Eagle and Child. Lo que es seguro es que Jiménez Fraud recibió en Oxford la visita de Jaime Gil de Biedma, joven entonces aunque no volviera a serlo, heredero de la generación del 27, glosador de la mejor camaradería en su poema Amistad a lo largo.


De manera que aquí me encuentro, tras haber recorrido el camino a la inversa y un tanto azarosamente, en el Centro de Documentación de la Residencia de Estudiantes. Rodeado por los libros que pertenecieron a Luis Cernuda, en alguna parte la correspondencia de diversos ministros de la República, en todas la colección de publicaciones editadas por la propia Residencia con las Poesías completas de Antonio Machado a la cabeza. Sospecho que cada mañana paso bajo la habitación en la que Buñuel y sus caballeros de Toledo escuchaban jazz mientras bebían grogs al ron; o tal vez sea la de Lorca, y le supongo calculando dónde situar el cuadro de Dalí que luego iluminaría su cuarto en Granada.


En estas fechas celebramos el centenario de la institución (1910-2010), a propósito del cual se ha colocado una instalación sonora a la entrada del recinto, siguiendo el curso del riachuelo que regaba los jardines de Juan Ramón Jiménez. Se trata de un montaje a partir de grabaciones de antiguos residentes y colaboradores: la inconfundible voz de Rafael Alberti surge de entre los arbustos, saludando al recién llegado que se siente, inevitablemente, trasladado hacia atrás en el tiempo. En ciertas ocasiones me parece sentir el frío y la soledad espectral de Oxford, esa ciudad anclada en la historia, y me pregunto si el viento traerá consigo el espíritu errante de Alberto Jiménez Fraud que viene a supervisar cómo va todo en su casa, en la Residencia.
 
 

martes, 16 de noviembre de 2010

Facebook me

En una de las escenas principales de la interesante La red social, dirigida como sabéis por David Fincher, el creador del caralibro y su (traicionado luego) socio asisten ufanos a una exclusiva fiesta universitaria. Allí son abordados por dos chicas neumáticas que expresan su admiración por el invento (por Facebook, quiero decir) y se citan con ellos diciendo: "Facebook me". El altamente traicionable socio se maravilla por partida doble: de repente hasta los informáticos tienen groupies y, lo que es más significativo, su creación ya se ha incorporado al lenguaje de la universidad. Facebook me.

Me pregunto si, además de merecer un nuevo verbo en el tan flexible idioma anglosajón, Facebook está cambiando realmente la forma de relacionarnos. Me inclino a pensar que sí. Principalmente porque la mayor parte de sus contenidos escapan (está previsto que escapen) al control de los usuarios. Es fácil: añado a alguien que apenas conozco, una amiga de un amigo, y ese alguien se acaba enterando de mis gustos y actividades mejor incluso que quien pueda verme casi a diario. Y viceversa. Cosa que no ocurre con otros medios electrónicos más "privados" como el email o incluso un blog, donde puedes subir reflexiones o fotos de tus viajes, pero no una constante relación de lo que haces, lo que escuchas, lo que lees... en fin, de (casi) todo.

¿Tiene esto sentido? ¿Nos pondríamos en un bar o en una clase a proclamar a los cuatros vientos a qué concierto voy a ir mañana y con quién, a qué "chica neumática" acabo de levantarme (suspiro), cómo me siento después de quedarme sin trabajo? Por supuesto que no. La cosa puede llegar hasta extremos ridículos, como aquellos tipos despedidos por criticar a su jefe cuando su jefe figuraba en su lista de amigos (de amigos imaginarios, diría yo) o, más recientemente, esos militantes expulsados de UPyD porque expresaron en el caralibro su simpatía por otros partidos como PP y Frente Nacional (qué ejemplo de moderación, estos militantes).

En Facebook es evidente que "el medio hace el mensaje", como descubrimos en los lejanos tiempos de la facultad de Biblioteconomía, y que nos comportamos ingenua y absurdamente sin tener en cuenta que estamos en medio de una gran comunidad de cotillas. Por cierto, voy ahora mismo a enlazar esto al caralibro para que me lea más gente. Facebook me.

viernes, 12 de noviembre de 2010

Las tertulias del Barbieri

Hay un ritual inevitable en toda tertulia literaria: no la elección del día o de la mesa o del texto a comentar, no la participación cambiante de los atareados componentes del conciliábulo, no las miradas de soslayo hacia algún que otro sorprendido cliente ajeno al grupo, no los dimes y diretes acerca de la personalidad de Cortázar (o era Chéjov o era Borges o acaso Carver). No. El ritual más inevitable es el de quien llega tarde para dar tiempo al resto a preguntar por su presencia, ése que fija su atención en quienes desearía que fijaran su atención en él, no el que dice alguna impertinencia socarrona sino quien ríe la gracia, aquél que interviene con tendencia a la petulancia y a la inexcusable exaltación de sí mismo. Ándense con cuidado: suele ser el escritor.

[Addenda: llevamos seis sesiones y se adivinan preocupantes síntomas de estabilidad. Debe de ser que, por el momento, esta tertulia funciona cual feliz matrimonio. En la lista de descubrimientos, "La revolución" del polaco Slawomir Mrozek. Lean, lean.]