miércoles, 9 de mayo de 2012

Juego de tronos


Llevo ya meses rumiando un análisis sobre las razones del éxito de la saga de literatura fantástica Canción de Hielo y Fuego, y por extensión de la serie televisiva Juego de Tronos. Recapitulemos: hace cosa de un decenio comenzaron a llegarme recomendaciones de los lectores más dispares sobre esta saga. Me resistí durante varios años, en parte porque llevaba demasiado tiempo sin interesarme por el género. Finalmente cedí, y durante los tres primeros libros me vi enfrascado en las intrigas de Poniente, leyendo con una avidez que posiblemente no me dominaba desde la adolescencia cuando caían en mis manos sagas como El Señor de los Anillos, La Espada de Joram o Las Crónicas Vampíricas. El autor, George R. R. Martin, se merecía ese calificativo tan gastado de “renovador del género”, puesto que dotaba a su universo literario de un realismo y una crudeza muy en consonancia con los tiempos actuales, tan oscuros; y daba la vuelta a la tradicional épica de la fantasía medieval: en sus novelas no hay héroes que pretendan salvar el mundo (y si los hay, fracasan) sino, en el mejor de los casos, supervivientes que bastante tienen con mantener su dignidad en una sociedad abiertamente hostil y traicionera.

Con el cuarto y quinto tomos tomaron cuerpo las serias dudas sobre el equilibrio de la saga que me habían asaltado previamente pero quedaban en segundo plano gracias a la despiadada fuerza narrativa de Martin: ahora ya resultaba evidente que se le escapaba de las manos su propia historia, dispersándose en más tramas y subtramas imposibles de dominar. A diferencia de Tolkien, que en su Señor de los Anillos decide narrar una historia concreta dentro de una Tierra Media que está firmemente creada de antemano, Martin construye su mundo de ficción a medida que desarrolla la saga, y se empeña en abarcar tantos lugares y pueblos distintos que la narración se resiente hasta el punto de que, mucho me temo, irá a peor en los dos siguientes y últimos tomos que restan por publicarse.

Llegada la serie de televisión Juego de Tronos, ahora en su segunda temporada, he recuperado la ilusión perdida: la adaptación es magnífica y, en la medida en que la serie está obligada a condensar las novelas eliminando detalles y personajes y añadiendo otros, mejora el original. Esta afirmación puede resultar un sacrilegio para algunos, pero es precisamente gracias a la riqueza de la saga literaria que los guionistas de la serie (no olvidemos que está producida por HBO) pueden permitirse mejorar el original, dotando por ejemplo a cada episodio de una sólida estructura temática que en los libros no está tan clara.

Pero ya basta de tanto preámbulo: la intención era preguntarse acerca de los motivos de su éxito. Aparte de las características comunes a otros fenómenos superventas que no nombraré aquí, algo tiene Canción de Hielo y Fuego para entusiasmar por igual a tirios y troyanos. Acaso se trate de lo que apuntábamos más arriba: en un mundo como el de Poniente, donde se suceden toda clase de traiciones, inquinas y corruptelas en pos de la conquista del poder, el lector reconoce su propio tiempo (el nuestro), en el cual acostumbran a ganar los malos, y se identifica con los personajes que mantienen su dignidad en un entorno tan brutal. Tienen además en común estos pocos personajes que son unos inadaptados, que no encajan en las jerarquías ni acatan los valores dominantes de Poniente (el poder, la falta de compasión), y se distinguen por sus debilidades, ya sean físicas o psicológicas o sociales: Tyrion, Jon, Sam, Theon, Bran, Davos, Daenerys, Arya, Brienne... todos ellos luchan con tesón por sobrevivir y no perder (toda) su identidad en el camino. Acaso nos recuerdan a nosotros mismos, tratando de encontrar espacio para respirar en un mundo inhóspito y moribundo.

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martes, 10 de abril de 2012

Los monstruos y los críticos


Quién no ha leído la crítica de tal o cual novedad, a veces previamente pero sobre todo a posteriori, para comprobar si su visión coincide o no con la del experto. Considero la crítica una manera de contrastar opiniones, para que el crítico oriente al lector o espectador en igualdad de condiciones con éstos (en tanto que comparten interés por la obra en cuestión); pero huyo del crítico que pontifica, que se sitúa por encima no ya de quien lo lee, sino hasta del autor o de la obra misma. Como si tales críticos, abusando de una prosa florida y abigarrada, usurparan el papel de novelistas o cineastas o, peor aún, creyeran que el esfuerzo que supone dar un libro a la imprenta o estrenar una película pudiera equipararse al de una crítica escrita a vuela pluma.

Las reseñas que me resultan interesantes son aquellas en las cuales se trasluce un esfuerzo por comprender la obra reseñada, por analizar en síntesis pero también en profundidad sus aciertos y desaciertos, por invitar al lector a degustarla y valorarla por sí mismo. Con la decadencia del periodismo tradicional y el auge de Internet, tenemos en los blogs un medio de difusión de críticas muy valioso. Sus responsables suelen ser ante todo entendidos en aquello que critican, y no es difícil encontrar rigor y lucidez en muchos de ellos. Es el caso, en el terreno audiovisual, de The Unaffiliated Critic, que descubrí a raíz de su pormenorizado análisis de la serie de HBO Juego de Tronos: la habilidad del autor de este blog a la hora de escrutar la estructura narrativa de la serie es sencillamente fabulosa, descubriéndonos una solidez temática que puede pasar desapercibida en un primer momento, y que me atrevería a añadir supera incluso la de la saga original escrita por George R.R. Martin.

Siguiendo con los blogs, no puedo dejar de destacar la recensión que recibió en su momento mi primera novela, Guerra ha de haber, realizada por un profesor de Historia de la Universidad de Barcelona y publicada en Hislibris: precisamente en un blog sostenido por aficionados al ensayo y a la novela histórica. Por otra parte, y hace apenas una semana, el escritor Sergio Mars ha tenido a bien publicar una crítica sobre La última sombra en su blog Rescepto: una crítica que me ha sorprendido gratamente por su elevada comprensión de la propuesta narrativa que ofrezco en mi segunda novela, así como por su habilidad a la hora de esclarecer y desentrañar el contenido del libro que analiza.

Sin embargo, me he encontrado también con dos críticas, en el mismo periódico, que adolecen de los elementos mencionados, que parecen escritas con desgana, trufadas de juicios a priori (y eso que se deduce que han leído mis novelas, qué menos) y con un claro ánimo de “despachar” el libro, de quitarlo de en medio y de paso ahuyentar a potenciales lectores. Así fue hace casi cuatro años, y así ha vuelto a ser ahora. Que entre los críticos hay numerosos monstruos ya lo advertía el profesor Tolkien hace tiempo, en el ensayo de cuyo título me he servido para esta entrada, quejándose de su falta de simpatía hacia el género fantástico.

No es cuestión de concluir que la crítica válida es la del blog y la inútil por ensoberbecida la del diario impreso, ni mucho menos: continúo hojeando Babelia y siguiendo a Carlos Boyero, quien precisamente se distingue por trasladar su razonado entusiasmo por el cine que lo merece (inolvidable esta vindicación suya de la serie The Wire). Se trata más bien de constatar que hasta cierto punto el medio es el mensaje y, mientras determinados críticos “profesionales” se encastillan en su atalaya de papel, otros se dedican (nos dedicamos) desde el rigor y el buen criterio que también permite Internet, a invitar a quienes nos leen justo a eso, a que sigan leyendo.

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martes, 27 de marzo de 2012

Sostiene Pereira

"Tabucchi fue para muchos jóvenes italianos su primera relación sentimental con la literatura".


Sostiene Pereira que lleva días sin querer levantarse de la cama, que ya está todo hecho. Que el último domingo, en lugar de dar el habitual paseo hasta el Chiado se demoró en su maltrecho piso leyendo unos artículos, y al bajar por fin a la calle a deshora la portera llamó su atención y se lo dijo, están hablando de don Antonio en el noticiario, y él contestó, no puede ser, de escritores sólo hablan cuando alguno gana el Nobel o cuando…

Sostiene Pereira que lleva días sin querer levantarse de la cama, que no es capaz de pensar en ninguna necrológica más, y menos en la suya, que no estaba escrita con antelación porque tal cosa hubiera sido un desaire, que no pudo encargársela al joven Monteiro Rossi ni puede ahora; en cualquier caso redactar un obituario a toro pasado es de muy mal gusto, sostiene Pereira.

Sostiene Pereira que Lisboa ya no es lo que era, que le abandonaron las ganas de escapar a Francia porque Francia está como Lisboa, abotargada, y que en Italia es aún peor y en España hasta se diría que sigue la guerra. Sostiene Pereira que al menos hasta el último domingo cabía la posibilidad de encontrarse con don Antonio mientras callejeaba camino del Chiado o fingía leer la prensa sentado en la terraza de A Brasileira.

Sostiene Pereira que lo mejor que podría hacerse, si las autoridades competentes realmente lo fueran, es levantar una estatua a don Antonio, y sobre todo colocarla frente a la de don Fernando; y así él podría dejar de fingir que lee la prensa y dedicarse a tomar café sentado frente a ambos para interpretar su mudo y eterno diálogo, sostiene Pereira.

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martes, 13 de marzo de 2012

Our revels now are ended



Our revels now are ended. These our actors,
as I foretold you, were all spirits and
are melted into air, into thin air:
and, like the baseless fabric of this vision,
the cloud-capp'd towers, the gorgeous palaces,
the solemn temples, the great globe itself,
yea, all which it inherit, shall dissolve
and, like this insubstantial pageant faded,
leave not a rack behind. We are such stuff
as dreams are made on, and our little life
is rounded with a sleep.


“Nuestra fiesta ya ha terminado”. Así puede traducirse esta frase pronunciada por Próspero en La tempestad, de un tal William Shakespeare. Eso se nos dice de un tiempo a esta parte desde las altas instancias del poder, ese poder que no se tambalea ni cambia de manos ni deja de ser obscenamente rico a pesar de la crisis: “la fiesta ha terminado, deshaceos de la ilusión de progreso y bienestar en la que os habíamos dejado creer; guardad vuestro disfraz de acomodados burgueses, ya lo no necesitaréis”. Sin embargo, y siguiendo con la cita de Shakespeare, los palacios espléndidos y los templos solemnes permanecen, indestructibles. Pero nosotros, pobres de clase media, hemos agachado la testuz y admitido el dictamen. Algunos incluso han votado con loco entusiasmo (el entusiasmo no del actor, sino de la marioneta) por el actual y popular cambio a peor.

El único intento de rebelión se inició hace ya casi un año: aquel invierno de nuestro descontento (de nuevo Shakespeare) convertido en el glorioso verano de Sol. La rebeldía se dirigió entonces menos a intentar algún tipo de transformación social digna de tal nombre que a castigar (muy merecidamente) a quienes nos habían dejado a los pies de los caballos, escondidos tras las siglas de un partido otrora con pretensiones revolucionarias. No es de extrañar que los protagonistas del 15M, esos jóvenes españoles sobradamente estafados y además conscientes de su condición de víctimas de la estafa, salieran a la calle para decir basta. Pero no basta. El acceso al poder (al poder nominal) del sector no enmascarado del Partido Único tuvo lugar en noviembre sin siquiera la coreografía de acampadas y manifestaciones que se esperaba. ¿Acaso ha concluido ya la representación? ¿O es que, muy al contrario, somos tan conscientes de la farsa que aceptamos nuestro papel de simples extras, ocasionales actores de reparto que sólo sirven para que la obra siga el guión establecido?

Resulta llamativo que esta palabra inglesa, revels, cuyo significado es festejo o celebración, provenga del normando reveler, es decir, rebelarse. Tal vez esto explique que las movilizaciones sociales casi siempre se desarrollen en tono festivo (a pesar de la gravedad de la situación a la que nos enfrentamos, o precisamente a causa de ella), y que el mayor y más inmediato beneficio de las protestas del 15M fuera que uno se sentía acompañado, identificado, arropado por los demás como acostumbra a pasar en las celebraciones. Aunque me pregunto si, además de la fiesta, la rebelión también se habrá terminado.

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miércoles, 1 de febrero de 2012

Aguardando 'La última sombra'

De enero a enero, un año ha transcurrido desde que la editorial Grupo Ajec manifestara su interés por publicar mi segunda novela, La última sombra, justo unos días antes de que una llamada telefónica me sacara del ensimismamiento propio de mi fantasmal trabajo en la Residencia de Estudiantes para comunicarme que era finalista del Premio Minotauro. No hubo premio final, ni sigo ya entre los ilustres muros de la Residencia, pero el inminente estreno de La última sombra para el próximo 20 de febrero sabe a victoria y sobre todo a ilusión recuperada.

Tocará de nuevo salir a la calle y a las librerías; vestirse de escritor como quien se pone el traje de faena o el uniforme de su verdadero oficio; armarse de palabras para trasladar al público las mejores intenciones, con la sensación última de que son los propios libros quienes mejor hablan de sí mismos; firmar ejemplares a viejos y nuevos lectores que le confieren a uno el poder de trasladarse al otro lado de la literatura; sentirse vivo, en suma. Tan vivo como mis personajes, esos personajes que me miran desde las páginas de La última sombra con una mezcla de satisfacción y temprana melancolía, porque saben que su tiempo pasará pronto y me demandan otra historia, más cuentos, más palabras.

Con la publicación de cada libro me siento arropado, querido por esos amigos que me alientan en la tarea de escribir; compruebo con entusiasmo que algunos se involucran hasta el punto de ponerse a dibujar, corregir o editar este booktrailer. Descubro que se puede poner en marcha un pequeño equipo de colaboradores, como si por una vez la literatura se asemejara al cine o a la música y no fuera un esfuerzo solitario. Ha pasado un año y este escritor comienza a salir de su laberinto: lo hace acompañado de una novela y también de algo más, de alguien más que le sirve de espejo, el eco de una voz que habla de amor y de acercanza. Un año difícil, extraño, lleno de sinsabores y medias tintas, pero que es feliz si culmina con una buena historia que contar.

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viernes, 30 de diciembre de 2011

El armario (Bestiario, II)

Armario: Criatura mitológica, de las dimensiones mastodónticas de una ballena, pero de secano. Se alimenta de niños curiosos a los que atrae con el misterioso batir de sus puertas. 


Imaginas que sucedió durante esa etapa indefinida que situamos en torno a los diez años, el recuerdo adulto demasiado impreciso para concretar nada más. En la casa grande como la infancia de tu prima, con quien jugabas a esconderte en un armario que además de ropa contenía libros; o quizá fuese una biblioteca camuflada de vestidor, nunca se sabe. Os turnábais en la tarea: una de las dos sujetaba una vela que dibujaba el necesario contorno de misterio en torno a la escena, la otra leía en voz alta uno de aquellos libros guardados fuera de lugar; el armario como puerta a otros mundos en los que vosotras, entre atrevidas y tímidas,  os contentábais con recorrer el umbral para luego cerrarlo como se cierran las tapas de un libro. 

La memoria se vuelve perezosa y se niega a darte los títulos de cera que leiais bajo la luz de tinta; o al contrario, qué más da: mejor así porque eso nos permite repasar juntos el inventario imaginario de la colección de tu tía. Pongamos que había algo de Conrad o de Stevenson, mares de letras por cuyas aguas naufragábais a placer, remisas a la hora de volver a la superficie terrenal del otro lado del armario; un Salgari y varios Verne, tres Dumas (o eran cuatro) y un Hobbit que despertaban en tu prima y tú la sed de aventuras que jamás se apaga; acaso las plomizas obras completas de Blasco Ibáñez o de Pérez Galdós por las que caminábais de puntillas para no despertaros del sueño; unos versos inescrutables de Cernuda o de Byron que pasaban por vuestros ojos curiosos demasiado rápido. Y al fondo, semienterrado entre tanto libro en desorden, o quizá sobresaliendo del bolsillo de un abrigo, un ejemplar de La historia del señor Sommer que sólo viste tú cuando ya os marchábais, a la luz fuerte y cegadora del armario abierto.

Sonríes, pensando que los libros y los abrigos y los trajes podrían haber salido ardiendo en cualquier momento: suerte que las llamas de la infancia sólo prenden en la imaginación. Ahora ves corretear y cantar a tus hijos en la casa que estáis empezando a habitar, y te preguntas cuál será la parte que ellos escojan (otro armario, tal vez una cama, el patio o el hueco bajo las escaleras) para soñar y leer juntos mientras su madre los reclama o los busca, complacida.

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lunes, 5 de diciembre de 2011

Cerca de las estrellas

Por qué no, hablemos de baloncesto. Podríamos comenzar por el verano de 1984, final olímpica, USA-España. Sólo recuerdo que estaba en el chalet de mis primos, que dormía y me despertaron de madrugada para el partido, que salí del sueño para vivir un sueño: lo de menos fue la paliza que recibimos, o no saber ya si llegué a ver la semifinal contra Yugoslavia, ni tener grabada la imagen de Jordan defendiendo a Iturriaga más que viéndola en fotografía muchos años después.

Continuaremos pues por la década de de los ochenta, noche de los viernes en la segunda cadena, tan Cerca de las estrellas como no habíamos estado nunca antes. Ramón Trecet y Esteban Gómez en un set decorado con el skyline neoyorquino, y el niño que yo era creyendo que en efecto transmitían desde Manhattan, a unos pasos del Madison. Era la época del showtime, de las finales Lakers-Celtics; luego llegarían los Bulls de Air Jordan, los chicos malos de Detroit, Stockton y Malone, Olajuwon, Ewing, Barkley, Drexler… pero mi memoria siempre asociará aquellos tiempos de descubrimiento al pase picado con el que Magic Johnson lanzaba el contraataque, y al elegante tiro en suspensión de Larry Bird. Como decía el lema de aquella campaña publicitaria de la NBA, I love this game.

Ha pasado el tiempo y el niño crédulo que ensayaba en una canasta hecha por su abuelo, que alguna vez quiso ser profesional y no tenía fuerza suficiente para tirar de tres, sigue jugándose los triples from downtown y ahora le cuesta creer que, después de tantos años de penurias desde esa lejana final de Los Angeles 84, España lo gane casi todo. Aunque, en cierto modo, Calderón, Rudy, Navarro, los Gasol y compañía están ahí porque alguna vez vieron jugar a estos “jóvenes airados” que aquí se reencuentran de la mano de Loquillo en un playground de Barcelona.

Madrid, diciembre de 2011. Por extrañas circunstancias, un destacamento de la mejor liga del mundo ha desembarcado en Europa, pero el sueño se acaba. No podemos permitir que Rudy e Ibaka regresen a la NBA sin ir a verles al Palacio de los Deportes. El Real Madrid-Valencia se convierte en una fiesta, en showtime, y todo sale según el guión: no hay nada como celebrar la pasión por el basket al abrigo de las risas y la conversación con viejos y nuevos amigos. Aunque sólo sea por un día, volvemos a sentirnos cerca de las estrellas. Por el camino los sueños han dejado de estar intactos pero todavía no se han quebrado: tras la temporada 2010/2011 este alero-raza-blanca-tirador acabó con las rodillas destrozadas y 8’5 puntos de media por partido, se siente joven y viejo, ni siquiera sabe si volverá a jugar una liga, la única certeza que le queda es que sigue amando este deporte y que en determinados escasos momentos, como decía Andrés Montes, la vida puede ser maravillosa.

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martes, 29 de noviembre de 2011

La maleta mexicana

"Si tus fotos no son lo bastante buenas, es que no estás lo bastante cerca".
Robert Capa

La maleta mexicana es un voluminoso libro recién publicado por la editorial La Fábrica que recoge la asombrosa historia de los más de 4.500 negativos de la guerra de España tomados por Robert Capa, Gerda Taro y David Seymour que se hallaban en paradero desconocido hasta 2007. La ocasión merecía que se presentara en el Círculo de Bellas Artes, con las intervenciones de Alfonso Guerra como presidente de la Fundación Pablo Iglesias, y del reportero gráfico Gervasio Sánchez.

Tan apasionante como el periplo de la maleta extraviada es la vida de estos fotógrafos, especialmente de los dos primeros, que en realidad eran uno si atendemos a que se ocultaban bajo el famoso seudónimo común de Robert Capa como estratagema comercial para mejor vender sus fotos. Aunque da para varios libros, contémoslo en una sola frase: Endre Friedmann, alias Robert Capa, antifascista y judío de origen húngaro, formado como fotógrafo en Berlín y en París, donde conoció al amor de su vida, Gerta Pohorylle, alias Gerda Taro, alias también Robert Capa, antifascista y judía de origen polaco, construyen juntos su leyenda en España, ella muere porque quiso acercarse demasiado, en la batalla de Brunete, atropellada por un tanque, él no puede soportar su ausencia y se marcha a cubrir la invasión de China por el imperialismo japonés, luego vuelve a la guerra civil española, luego vive en primera línea el desembarco de Normandía, para ser el primero en fotografiar la liberación de París se infiltra en la División Leclerc convenciendo a los republicanos españoles al grito de “pero si yo he hecho la guerra con vosotros”, se retira de los conflictos armados a finales de los cuarenta cuando una bala a punto está de volarle los testículos, tiene numerosas amantes, entre ellas Ingrid Bergman, que contará su romance a Hitchcock y éste se servirá de ello para rodar La ventana indiscreta, vuelve a la guerra en 1954 en Indonesia, casi por azar, para sustituir a un compañero, y allí pisa una mina, y muere.

Gervasio Sánchez no ha tenido una vida tan ajetreada, pero sabe lo que es fotografiar la guerra. Antiguo compañero de fatigas del insigne Pérez-Reverte, gasta idéntica mala leche que su amigo novelista. No duda en expresar su indignación por la falta de justicia hacia las víctimas de la guerra civil, especialmente hacia esos miles de desaparecidos que siguen festoneando las cunetas españolas. “Una guerra sólo se acaba cuando todas sus consecuencias se superan”, concluye. Alfonso Guerra, incómodo, baja la mirada durante unos instantes. Luego se rehace, y nos traslada su pasión por este libro, cuenta que la de España fue la última guerra que se luchó por una causa, por unos ideales, con su particular guasa matiza que La maleta mexicana ni es maleta, ni es mexicana, que el seudónimo lo inventaron a medias, Gerda escogió el nombre en homenaje a Robert Taylor, Capa escogió el apellido en homenaje a Frank Capra, añade que ambos fueron una pareja de aventureros en el sentido más extraordinario de la palabra, entregados a un compromiso, el de la República, nos habla del mítico hotel Florida, donde Hemingway organizaba fiestas en medio de los bombardeos y Saint-Exupéry ofrecía pomelos a las señoras, explica que el autor de El principito vino a España como corresponsal de guerra para sustituir a un compañero muerto, Louis Delaprée, que dijo: “Todas las imágenes del martirio de Madrid que trataré de poner ante sus ojos –aunque muchas desafían toda posible descripción– las he visto. Pueden creerme. Les suplico que lo hagan”.

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martes, 22 de noviembre de 2011

Margin call

Hay al menos cuatro películas realizadas por la industria americana acerca de la crisis financiera global iniciada en 2008 y en la cual sin duda todavía nos encontramos. Dos de ellas son documentales, Capitalismo: una historia de amor (Michael Moore, 2009) e Inside job (Charles Ferguson, 2010). Ambas exponen de manera descarnada los orígenes y consecuencias de la crisis, con la diferencia de que la primera, dada su fecha de rodaje, termina con un mensaje combativo (inolvidables los acordes en clave de jazz de La internacional junto a los títulos de crédito) y esperanzador ante la llegada a la presidencia de Barack Obama; mientras que la segunda finaliza como un auténtico cuento de terror al demostrar que los culpables de la crisis siguen manteniendo el poder (todo el poder) incluso en plena administración Obama.

La tercera de estas películas es Too big to fail (Curtis Hanson, 2011), producida para televisión por esa fábrica de talento que es la cadena HBO. No se atreve a tanta crítica como los documentales mencionados (de hecho, presenta como poco menos que un héroe al secretario del tesoro Henry Paulson, que si bien pudo ayudar a paliarlo no por ello es menos cómplice del desastre) pero supone una interesante dramatización de aquellos hechos, más a nivel informativo que cinematográfico.

Y así llegamos a Margin call (JC Chandor, 2011). Aquí no hay afán de desentrañar la crisis, de explicar a la audiencia cómo pudo llegarse a tamaño despropósito, de buscar culpables. Es mucho más que eso. Es el retrato de una época, del colapso del mejor de los tiempos y del peor de los tiempos, es decir, del capitalismo. Es cine en estado puro. No veía un análisis tan certero del drama que es la realidad desde Network (Sidney Lumet, 1976). El largometraje retrata tan sólo las 24 horas previas a la caída, centrándose en los empleados y dirigentes de la firma que desató la catástrofe. No hace falta más: el resto lo conocemos y lo sufrimos día tras día en nuestras propias carnes. Margin call derrocha intensidad en todos los aspectos y se beneficia de un reparto impecable, por no hablar de un guión que es una bomba de relojería, de unos personajes absolutamente creíbles o de una banda sonora encabezada por ese temazo de Phosphorescent titulado Wolves. Cada vez que el viejo lobo Jeremy Irons y el lobo cansado Kevin Spacey aparecen en pantalla asistimos a una lección magistral de interpretación, siempre al servicio de la historia y de su final, que no es más que el principio de la crisis actual. A la salida del cine me pregunto si acaso esto es lo único bueno que pueden traer décadas de rapiña y destrucción: admitiendo que las grandes tragedias suelen llevar consigo grandes obras de arte a través de las cuales el hombre trata de superarlas, ésta al menos ha servido para ofrecernos Margin call.

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domingo, 13 de noviembre de 2011

Treme

“Sólo quiero que me devuelvan mi ciudad”

Llegué a Treme buscando una nueva dosis de The Wire. Pero no es posible continuar la mejor serie de televisión de todos los tiempos. Y sin embargo allí estaba, reconocible, la impronta del director David Simon, y en el reparto algunas caras conocidas que ya forman parte de la familia: si en las películas son más bien cosa de una noche, en las series los actores te acompañan a la cama con la frecuencia de una pareja más o menos fiel. Y claro, se les coge cariño, y se disfruta al comprobar que siguen ahí: el chulesco detective apodado The Bunk en la piel del no menos chulesco trombonista Antoine Batiste, el cerebral Lester Freamon convertido en el testarudo Big Chief Lambreaux. Pero la serie avanza y casi me voy olvidando de su antecesora hasta que, curiosamente, Simon acaba por retomar los temas fundamentales de The Wire, como si él mismo echase de menos la magnitud de su primer trabajo.

Treme es un barrio de Nueva Orleans. Nueva Orleans acaba de sufrir el desastre del huracán Katrina, la ciudad trata de recomponerse y sus habitantes vuelven poco a poco a pasear por sus calles, reabren sus negocios, llenan el barrio de música porque en Nueva Orleans no se respira oxígeno sino notas de todos los estilos imaginables. Cuántas veces me ha parecido que estaba allí dentro, en cualquiera de sus innumerables garitos, escuchando ensayar a ese insoportable vecino que es Davis McAlary, admirando el violín y la belleza de Annie Tee, hasta en pleno Mardi Gras formando parte de la segunda línea.

Treme es por encima de todo una historia de amor: pero no tanto de amor por la música omnipresente como de amor por una ciudad, el amor colectivo que el elenco de personajes siente por el lugar que les proporciona su identidad, ya sean músicos de fama o callejeros, abogados, cocineros, profesores o policías, ya se encuentren viviendo allí o hayan tenido que emigrar. En cierto episodio de la primera temporada McAlary exclama desesperado “I just want my city back”. Y después de habitar durante veintiún episodios esa ciudad en la que jamás estuve, me da por pensar qué ocurriría si la mía desapareciese: tal vez mañana Madrid ya no siga donde está, los amigos podrían volverse esquivos o incluso esfumarse, o quizá ser yo quien no tuviera ánimos para buscar la música en esta ciudad que también respira a través de ella.

El desastre puede tomar la forma de una tormenta o ser interior, pero mientras no estalle (o precisamente para evitar que lo haga) lo mejor será hacer caso al lema de Treme, que ilustra el cartel que a su vez ilustra estas palabras. “Wrap your troubles in dreams”. Envuelve tus problemas con sueños.

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martes, 8 de noviembre de 2011

Escuchando al juez

“Una injusticia en un lugar es una injusticia en todas partes”. Samuel Johnson.


Vengo de la Filmoteca, de ver el documental Escuchando al juez Garzón. No es difícil dejarse arrastrar por la precisión de la cámara de Isabel Coixet, observar su técnica, apreciar el uso tan apropiado del blanco y negro, o reflexionar sobre qué hace una directora de cine de ficción como ella preocupándose por el destino (tan abrumadoramente real) de Baltasar Garzón. Tampoco es difícil admirar el aplomo del entrevistador, Manuel Rivas, correctísimo en su papel de periodista más o menos improvisado. Lo difícil es no sentirse juez Garzón al escuchar al juez Garzón: cómo abstraerse de su dominio de la palabra, de su furia contenida, de la profesionalidad y el esfuerzo llevados al mejor de los límites. Garzón es ejemplo de numerosos valores positivos, pero igualmente y a su pesar negativos, porque en él hacen blanco las fuerzas más oscuras de este extraño país llamado España.

Recuerdo con cierta frecuencia a Al Pacino gritando “¡Me estoy quedando sin héroes!”: una escena de la película de Michael Mann The insider (traducida aquí como El dilema). En efecto llevamos mucho tiempo quedándonos sin héroes, en todos los ámbitos, especialmente en el de la justicia. Por eso es tan grato reconocer en Baltasar Garzón a la figura, al prototipo incluso del héroe cansado: ese que aguarda su destino con una mezcla de indiferencia y fatalismo, puesto al pie de los caballos por quienes se congratulan de que todo siga como siempre, en perfecto orden. Pero su orden es contrario a la vida, como oí decir una vez al poeta Ángel González.

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domingo, 6 de noviembre de 2011

Grecia expirando

Who shall now lead thy scattered children forth,
and long accustomed bondage uncreate?

Si uno se acerca, en su azaroso caminar por la ciudad natal, al museo donde se expone la obra de Eugène Delacroix, verá destacada la silueta de Grecia, de una Grecia personificada en la figura de una bella mujer que se ofrece al espectador, determinada a sacrificarse por sus hijos. El lienzo Grecia expirando sobre las ruinas de Missolonghi  fue pintado en 1826, como denuncia del enésimo ataque del imperio otomano sobre los griegos, y también como homenaje a Lord Byron, que había fallecido allí mismo en Missolonghi, dos años antes, peleando contra el invasor turco. Las asociaciones se disparan: Delacroix, como Picasso un siglo más tarde en el Guernica, pone su arte al servicio de una causa política, al servicio de un pueblo que se resiste a perder la libertad; Grecia, entonces bajo el yugo de un imperio, ahora sometida por la avaricia de gobernantes ineptos y mercados insaciables.

Si uno continúa su recorrido por el museo, leerá la pregunta que sobre Grecia se hacía Byron y antecede estas líneas, una pregunta que muy bien podrían hacerse los griegos en estos días aciagos. Leerá también, en relación con la más conocida obra de Delacroix, La libertad guiando al pueblo, la contundente declaración de intenciones del artista: “He emprendido un tema moderno, una barricada, y si no he luchado por la patria, al menos pintaré para ella”.

Puede uno seguir paseando entre los lienzos, o distraerse con la encantadora amiga francesa que lo acompaña, pero tarde o temprano volverá sobre el poeta inglés que tanto le entusiasma. En cierta parte del museo encontrará semienterrados los siguientes versos, correspondientes a dos cantos distintos de Las peregrinaciones de Childe Harold, y pensará que aguardaban ahí para dar sentido a todas las imágenes que han rondado su cabeza durante la visita:

Nunca fui amigo de la sociedad,
tampoco ella se mostró amiga mía.
Nunca intenté alcanzar sus votos,
jamás se me vio doblar pacientemente la rodilla ante los ídolos,
ni forzar la sonrisa en mis labios,
ni unirme al eco de los aduladores.
Viví como un extraño entre los hombres.
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Hay un placer en los bosques sin senderos,
hay un éxtasis en la costa solitaria,
hay compañía allí donde nadie se hace presente,
al lado del mar profundo, y música en su rugido.
No amo menos al hombre, sino más a la Naturaleza.

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domingo, 23 de octubre de 2011

Venís desde muy lejos

Si hay hombres que contienen un alma sin fronteras
una esparcida frente de mundiales cabellos
cubierta de horizontes, barcos y cordilleras
con arena y con nieve, tú eres uno de aquellos
.
Miguel Hernández

 
Ha sido agotador. Cuatro días consecutivos de homenaje, sin contar los preparativos y las múltiples reuniones previas. Cuatros días de saludos, de despedidas, de reencuentros. Y a pesar de todo ello, sigo siendo incapaz de contestar con precisión sobre el origen de mi interés por las Brigadas Internacionales. Siempre hay alguien que lo pregunta, bien porque apenas ha oído hablar del asunto, bien porque no acaba de comprender su trascendencia 75 años después. Procuro esbozar alguna que otra explicación, pero nunca termino de sentirme satisfecho con lo que digo. Tal vez porque esta simpatía, esta devoción incluso hacia lo que representan los brigadistas supera el ámbito intelectual para deslizarse en el terreno de las emociones, en el cual resulta difícil abrirse paso con palabras. 

Jueves y viernes dedicados a conferencias sobre el tema: Las Brigadas en la defensa de Madrid,  Libros contra las balas, De la batalla de Madrid al Guernica, La guerra civil en la prensa neoyorquina... son sólo algunos de los títulos. El documental Hollywood contra Franco, narrado con un exquisito pulso cinematográfico, es probablemente el mejor ejemplo de hasta qué punto la guerra de España traspasó nuestras fronteras para convertirse en el episodio uno de la II Guerra Mundial. Las 50 copias que nos trajo el director se agotaron a la salida.

El viernes por la noche, fuera de la programación del 75 aniversario pero íntimamente ligada a él, estreno de La voz dormida en cines comerciales. La sala reservada para la ocasión por la familia de Dulce Chacón está repleta, y en ella retumba el eco del “¡Viva la República!” lanzado al aire como un desgarro por la protagonista, en la penúltima escena. Poco después será Inma quien grite por su hermana: “¡Viva Dulce!” y la platea estallará en aplausos.

Llega el sábado a mediodía, el momento más esperado, la inauguración de un monumento en la Ciudad Universitaria, escenario de los combates, corazón del Madrid bajo asedio; hoy lugar de paso y de estudio de cientos de jóvenes como aquellos que, en la entonces denominada Universidad Central de Madrid, vieron interrumpidas sus clases y convertidos sus libros en parapeto contra la barbarie. Rodeado de unas 500 personas, la figura del brigadista inglés David Lomon, nonagenario, se agiganta bajo el monumento, especialmente hacia el final de su discurso, cuando levanta el puño en recuerdo de los viejos ideales, de los camaradas caídos, de la historia y de la leyenda.


Sábado por la tarde, concierto en el auditorio de Comisiones Obreras. Se suceden poemas y canciones hasta que desde el escenario se pregunta si los brigadistas podrán subir para el homenaje final. “¡Pues claro que subimos!” dice la voz festiva de uno de los Almudever. Y allá que suben, los dos hermanos Almudever y el estonio Erik Ellmann, para cantar juntos La Internacional.

Domingo, hoy, por la mañana. Las delegaciones extranjeras (alemanes, italianos, ingleses, americanos, irlandeses) van a visitar el cementerio de Fuencarral, y luego el valle del Jarama. Mientras tanto, un pequeño contingente de avanzada tomamos al asalto el Ateneo de Madrid: proyectamos Dagbog fra den spanske borgerkrig, sobre los brigadistas daneses, y Esos mismos hombres, sobre los voluntarios argentinos. La coincidencia con los actos de la periferia no impide que unos 80 asistentes nos ayuden a tomar posesión del baluarte republicano y ateneísta, comandados por la sabiduría de Mirta Núñez y Jerónimo Boragina.

Todos estos eventos, todas estas personas involucradas, la suma de los homenajes celebrados desde 1995 indican hasta qué punto sigue con vida el espíritu leal y solidario de las Brigadas Internacionales. Por mucho que uno se interne en los documentales, libros, debates y conmemoraciones no deja de quedarse sin comprender del todo qué llevo a 35.000 personas de 53 países distintos a venir a combatir a España, a defender con las armas la democracia y la libertad amenazadas. Como tampoco, por mucho que se lo pregunten, puede uno dar cuenta de los motivos de tanto interés y tanto cariño. No hay palabras, salvo quizá las de los poetas. Venís desde muy lejos, decía Alberti, y ojalá no se vayan nunca.

Como aquel proyecto, Todos los nombres, dedicado a recuperar la memoria de los represaliados por la dictadura, quisiera concluir esta crónica recordando todos los nombres (y seguro que se me queda alguno en el tintero) de los compañeros que, desde la Asociación de Amigos de las Brigadas Internacionales, han hecho posible estos cuatro días de homenaje: Ana, Seve, Isabel, Gema, Alexia, Justin, Harry, Iñaki, Óscar, Paco, Bruno, Salvador, Carlos, Vicente, Román, Diego, Ángel Luis, Elisa. Gracias, amigos. Gracias también a mi madre que, una vez más, de ninguna manera se lo iba a perder. Gracias a quienes siempre estáis ahí, como Esperanza, Enriqueta y Juan; a los que habéis estado y se os echó de menos, como Paula y María; a los que acabáis de llegar, como Gonzalo, al que sólo le faltó envolverse en la bandera tricolor. Sirva esta crónica para conjurar la inevitable sensación de que éste ha sido el último gran homenaje, de que los brigadistas se nos marchan. Sirva para recordar a Bob Doyle y sus eternas palabras: “la lucha continúa”.

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miércoles, 12 de octubre de 2011

Let us rise (sobre estatuas y levantamientos)


Si uno pasea por O’Connell Street, la calle más emblemática del centro de Dublín, encontrará a su paso numerosas tiendas de permanentes rebajas, locales de comida rápida, y un spire o monolito de acero (que costó nada más que cuatro millones de euros) cuya única utilidad es la de servir como meeting point para locales y extranjeros. Todos ellos monumentos al capitalismo y sus derroches, si se quiere. Pero al lado del puntiagudo spire existe una estatua de un hombre con los brazos abiertos, en actitud declamatoria. Si uno se acerca lo suficiente y la lluvia y los turistas se lo permiten, comprobará que representa a un tal Jim Larkin, líder sindical de principios del siglo veinte. Y es que se trata de una calle llena de historia para quien desee buscarla y confrontarla con el presente rápido y de saldo: la imponente oficina del servicio postal fue escenario de los combates de aquel lejano Easter Rising de 1916, el “levantamiento de Pascua” que inició el final del largo camino de los irlandeses hacia su independencia. Al fondo de O’Connell, no muy lejos de la casa de James Joyce, no muy lejos tampoco del estudio de Francis Bacon, hay otra estatua, dedicada a Charles Stewart Parnell, brillante político irlandés del diecinueve. Y si de estatuas se trata, cómo no mencionar la del propio James Joyce, escondida a pie de calle entre los turistas, hermanada al antojo de mi recuerdo con la del lisboeta Fernando Pessoa, tanto que se diría que son la misma (o la de alguno de sus heterónimos). Volviendo a la de James Larkin, si uno se acerca un poco más, desafiando ya toda lógica turística, verá una inscripción, una frase inolvidable, tal vez la mejor herencia de un James Larkin que pasó a la historia como héroe para unos y villano para otros, dada la división que provocaban sus acciones y discursos hacia el final de su carrera.

Hoy, mes de octubre de 2011, mes tradicionalmente revolucionario como bien nos recuerda José Luis Sampedro, nos preparamos para levantarnos en todo el mundo contra el orden establecido. Es la primera gran convocatoria global desde el olvidado mes de febrero de 2003: entonces contra la invasión de Iraq, surgida de los foros sociales y el movimiento antiglobalización; ahora contra el sistema en su conjunto, surgida de nuestro 15M según parece (no está nada mal que algo así tenga su epicentro en España) como cristalización de las revueltas árabes, de la revolución del frío en Islandia, y de la indignación generalizada hacia los amos del mundo. Si la también tradicional división de los revolucionarios y nuestra propia inveterada sumisión al sistema nos lo permiten, acaso se produzca un cambio. Como contrapunto al inevitable derrotismo, conviene invocar el grito de guerra de Big Jim Larkin, para embozarnos en él y tomar las calles. En la placa bajo su estatua, la frase en cuestión aparece en tres idiomas: francés, gaélico e inglés. Añadiendo el mío, y teniendo en cuenta que el original proviene del revolucionario francés Camille Desmoulins, la cosa queda como sigue:

Les grands ne sont grands que parce que nous sommes à genoux: Levons-nous.

Ní uasal aon uasal ach sinne bheith íseal: Éirímis.

The great appear great because we are on our knees: Let us rise.
  
Los grandes parecen grandes porque nosotros estamos de rodillas: Levantémonos.

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lunes, 10 de octubre de 2011

Cuando pienso en los viejos amigos

Cuando pienso en los viejos amigos que se han ido
de mi vida, pactando con terribles mujeres
que alimentan su miedo y los cubren de hijos
para tenerlos cerca, controlados e inermes.

Cuando pienso en los viejos amigos que se fueron
al país de la muerte, sin billete de vuelta,
sólo porque buscaron el placer en los cuerpos
y el olvido en las drogas que alivian la tristeza.

Cuando pienso en los viejos amigos que, en el fondo
del mar de la memoria, me ofrecieron un día
la extraña sensación de no sentirme solo
y la complicidad de una franca sonrisa…

Luis Alberto de Cuenca


Cuando pienso en los viejos amigos me da por actualizar mi blog. Cuando pienso en Loquillo y su nuevo disco Su nombre era el de todas las mujeres (poemas de Luis Alberto de Cuenca musicados por Gabriel Sopeña), recuerdo sus discos anteriores dedicados a la poesía: La vida por delante (1994) y Con elegancia (1998). Cuando pienso en los años noventa me recuerdo joven e influenciable, ávido de mujeres y poemas, con toda La vida por delante en palabras del maestro Gil de Biedma. Cuando pienso en los temas de aquellos dos excelentes discos me detengo en uno de ellos titulado Cuando pienso en los viejos amigos, de un tal Luis Alberto de Cuenca. Cuando pienso en Luis Alberto de Cuenca decido olvidar su faceta de Secretario de Estado al servicio del ominoso Señor del Bigote, y acordarme de que es capaz de escribir el verso Su nombre era el de todas las mujeres. Cuando pienso en todas las mujeres me da por escribir.

Coda: abro Su nombre era el de todas las mujeres y quiere el azar que lo haga por el poema La noche blanca, y ese azar me dice que no queda sino leértelo (sí, a ti). Me asalta la sonrisa al encontrarme luego con Loquillo, imperial, consultando su reloj mientras piensa en aquella época Cuando vivías en la Castellana. Sigo con el hojeo previo a toda lectura sosegada: ahora me sorprende el rostro avejentado de Gabriel Sopeña, que yo creía detenido en el tiempo ingenuo de los noventa (jóvenes éramos entonces, querido compañero de viaje). Dejo que Sopeña explique ¿Por qué, De Cuenca? y veo por fin a Luis Alberto, al poeta, posando en su estudio junto a unas figuritas de Tintín. La mente se me va (nuevo azar) a Arturo Pérez-Reverte, otro distinguido tintinófilo, y no me lo puedo creer cuando paso la página y veo la firma en el prólogo. Don Arturo, además de calificar a Loquillo como el "último de los hombres duros", empieza diciéndonos: "Si algo me gusta de Luis Alberto de Cuenca -y tal vez por eso es mi amigo- es que sigue creyendo en la infancia como memoria, en los viejos héroes cansados y en el amor como refugio frente al mucho frío que hace ahí afuera". Definitivamente, este disco me parece una maravilla, y todavía no he comenzado a escucharlo.

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jueves, 8 de septiembre de 2011

Fábula del Terral



¿Es aquí donde se sirven cafés imaginarios, verdad? Póngame uno, por favor, y déjeme que le cuente algo... Yo soy, cómo decirlo… un cliente fijo. Vengo visitando el Terral desde hace largo tiempo. Sí, ya sé que aún no ha abierto, pero en cierto modo es como si hubiera existido siempre. En algún sitio tenemos que dejarnos caer después de cada proyección, ¿no le parece? De manera que, como le decía... venimos aquí unas cuantas veces al año, tantas como se acuerdan de nosotros los amigos de la filmoteca. ¿Qué quiénes somos? Pues Buñuel, Wilder y Welles son los más asiduos, los más juerguistas, y también Woody que nos ameniza las veladas con su clarinete, y luego tenemos a ese impertinente de Tarantino, que siempre parece estar tramando algo. Tenga cuidado con él, suele reunirse con sus compinches en el sótano y… ¿Ah sí? ¿Piensan dedicar el sótano a la imaginación, a los cuentos y a las tertulias y a los talleres? Magnífica idea. No sabe cuánto lo celebro: el Terral al fin será algo más que un sueño. Diablos, este café está delicioso. Tendré que venir más a menudo. Ahora le ruego que me disculpe, va a empezar la función y no querrá que me quede de este lado de la pantalla, no estaría bien. El placer ha sido mío, señorita, es usted encantadora. Desde luego que volveremos a vernos. Se lo diré a los muchachos, y aquí estaremos para brindar por usted y su Terral. Hasta la vista…
 
Ilustración de Isa Montero
 
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lunes, 8 de agosto de 2011

Anna Molly



Ya no lo soporta más. Su mirada gira en torno al ático como un huracán, buscando algo que merezca la pena, un asidero al que aferrarse, nada. Si huyera ahora no tendría necesidad de llevarse ninguna de las cosas que hay en la estancia. Pero no es huir lo que quiere. No está muerto lo que yace eternamente, y con el paso de los evos aun la muerte puede morir. Boyd volverá de un momento a otro. La colmará de abrazos, susurrará su nombre prohibido con esa voz afilada tan característica en él, se empeñará en que hagan el amor junto a la ventana, desnudará su guitarra y tocará una canción para ella, tal vez dos. 

Luego compartirán una botella de bourbon, y ella saboreará agradecida la corrosión del líquido que atraviesa su garganta. Entonces Boyd, como siempre, pedirá a Anna que se lo lleve, que le regale la maldición de la sangre, que acabe con él. No está muerto lo que yace eternamente, y con el paso de los evos aun la muerte puede morir. Pero Anna se negará, una vez más. No permitirá que una desgracia de siglos caiga sobre Boyd, de nada sirve compartir destino si el destino es insoportable. 

Su mirada vuelve a girar en torno a la estancia, ahora con la parsimonia de un tigre que apenas aguarda el momento oportuno para lanzarse sobre su víctima. Los ojos voraces se detienen en la chimenea, donde arde todavía un rescoldo de la noche anterior. Anna sonríe al fin, y es una sonrisa cargada de resignación.

Ya no hay nada que hacer. El humo invade sus pulmones, la cabeza le da vueltas y el ático parece ahora un torbellino de caos y de sombras. Anna cae al suelo, inerte, y las llamas comienzan a rodearla, acercándose más y más en un aquelarre que sólo terminará cuando todo acabe. La muerte se extiende y va tomando posesión de un nuevo cuerpo, un cuerpo que se ha resistido a su dominio durante demasiado tiempo. El fuego purifica, asará su carne y buscará sus huesos. El fuego es capaz de quemar la sangre, de conjurar la maldición para siempre. Apenas han de pasar unos minutos entre su desmayo y el banquete ávido de las llamas. Anna yace tirada en el ático, su cuerpo se retuerce cuando una primera lengua de fuego lame la piel tan pálida, tan blanca pero ahora roja. No está muerto lo que yace eternamente, y con el paso de los evos aun la muerte puede morir. El dolor la obliga a abrir los ojos, pero acto seguido aprieta los dientes, y se deja hacer sin un solo grito. La muerte se enseñorea con su presa, largamente demorada. Acerca su guadaña para alejarla luego, jugueteando; busca arrancar al menos un gemido, antes de penetrar definitivamente en ella. Entonces Anna percibe una breve ráfaga de viento, inesperada, inoportuna. Boyd, piensa con un último rescoldo de conciencia, Boyd...

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miércoles, 20 de julio de 2011

Philip K. Dick

–Muy bien, señor. Un abono. ¿Para dónde?
–Macon Heights –dijo el hombrecillo.
–Macon Heights –Jacobson consultó la lista–. Macon Heights. Ese lugar no existe.

Mi acercamiento a Philip Kindred Dick en general, y a este volumen de Cuentos completos en particular, ha sido siempre cinematográfico. Mientras que conozco casi toda la amplia filmografía basada en sus obras, apenas había leído nada suyo. Comencé con el relato La segunda variedad, no tanto por la adaptación al cine (Screamers, que no he visto) como porque un viejo amigo me lo contó tiempo atrás. Tenía curiosidad por acercarme al original de una historia que recordaba fascinante. Pero el relato en sí me pareció por debajo de las expectativas que yo mismo me había creado y, sobre todo, penosamente escrito. Mal empezábamos, a vueltas con la eterna dicotomía entre ciencia ficción y alta literatura, como si fueran excluyentes, como si una buena historia de ci-fi no pudiera escribirse bien.

Proseguí con Recuerdos al por mayor, germen de la magnífica Desafío total. Y luego con Equipo de ajuste, convertida recientemente para la gran pantalla en Destino oculto. En ambos casos sorprende la habilidad de Dick para epatar al lector con sus juegos en torno al cuestionamiento de la realidad. Literariamente, el primer relato está mucho mejor construido y resuelto que el segundo, con un ingenioso final que nada tiene que ver con el del largometraje de Paul Verhoeven. Al leerlos me resultó inevitable compararlos con las adaptaciones al cine, para concluir que, tal y como sospechaba, se trata más bien de películas inspiradas en estos cuentos, y que detrás de ellas hay un notable esfuerzo de guión para densificar la trama. Porque lo que PK Dick aporta son ideas, grandes ideas, algunas de desarrollo mediocre y otras de mucho mayor alcance. Tantas y tan buenas que su influencia sobre la ciencia ficción en el cine va mucho más allá de las películas que incluyen su nombre en los créditos: imposible no pensar en la saga Terminator al leer La segunda variedad con sus robots autorreplicantes, o en The Matrix y las constantes referencias a lo real-virtual del universo dickiano.

Llegué entonces, por puro azar sobre el índice de cuentos, a El abonado. Magistral inicio que nos presenta a un viajero que intenta comprar un billete de tren hacia un lugar que no existe. El empleado del ferrocarril se lo demuestra enseñándole el listado de destinos y, frente a tal evidencia, el viajero, simplemente, desaparece. Escrito con soltura y acierto, este relato es quizá el más redondo del volumen, el que con mayor interés conduce al lector hacia su desenlace, hacia esas últimas páginas donde buscamos ansiosos la resolución del misterio. Otro tanto ocurre con El mundo que ella deseaba, menos brillante quizá aunque de comienzo igualmente atractivo.

Pero es donde menos esperaba a este autor, en el campo de la ci-fi humanista, el terreno sobre el cual más ha conseguido conmoverme. Lo logra con Desayuno en el crepúsculo, Humano es, James P. Crow y Una visita a la superficie. En la línea del mejor Ray Bradbury, Dick plantea una situación excepcional (un viaje en el tiempo, una guerra nuclear, una sociedad dominada por robots con humanos como criados) para hacernos reflexionar, no ya sobre el futuro probable, sino sobre nuestro propio presente. Hay otros relatos que no menciono aquí por ser claramente menores (más que una antología, se hubiera agradecido una selección por parte de los editores), pero cierro estos Cuentos completos con la satisfacción de haberme reconciliado con PK Dick y, ya de paso, con el tan denostado género de la science-fiction.

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jueves, 30 de junio de 2011

Ocaso


La puesta de sol a eso de las siete, mediados de octubre, otoño, de Alcalá a Sol, el rectángulo de luz sobre la cuádriga, su rastro que se pierde por Mayor hacia Oriente, que invita a buscarlo por las calles de los Austrias, de la bohemia.

Las farolas que se encienden a mi paso por los jardines en retirada, casi vacíos, del Buen Retiro. Y al fondo, la alta sombra de edificios que insinúan Central Park. La chispa adecuada. Los fotógrafos que toman medidas de la luz del ocaso, las tonalidades rojas de los árboles enmarcando la escena.

Ahora es julio, no todavía, apenas un día antes. El sol gobierna sobre la colina de los chopos que, engullida por asfaltos y cúpulas, ya no domina Madrid. Ocho meses han pasado entre un ocaso y este sol de justicia. Es la hora de decir adiós a los residentes y a sus fantasmas.

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